Me preocupa sobremanera que el discurso peligrosamente misógino que esgrimen determinados responsables políticos para negar, no ya el incuestionable menoscabo que ha sufrido la mujer secularmente a lo largo de la Historia frente al hombre, sino que en la actualidad continúen padeciéndolo, cale como lluvia ácida en el pensamiento de los intelectualmente vulnerables. Es en ese caldo de cultivo, justamente, donde proliferan los sofismas.
Que la manifestación en contra de la desigualdad de género del pasado viernes 8 de marzo, día internacional de la mujer, resultó ser todo un éxito, muy pocos lo ponen en duda. La perspectiva negacionista de aquellos al respecto es puramente posicional y de salvaguarda de unas ideas que difícilmente alcanzan a mantenerse, sin el sostén ideológico trasnochado con el que se manejan. Así las debemos contextualizar, y no darles mayor relevancia que la que estéticamente tienen.
A veces olvidamos que el sentido común, esa suerte de lucidez con la que discurrir con prudencia de la que nos advierte Descartes en el prólogo a tres de sus más celebrados ensayos filosóficos, introito que con el tiempo ha llegado a adquirir tanta entidad como para solaparlos, no es el mejor aliado de la sensatez. No en vano, el pensamiento del francés ha podido trascender a los trescientos años que lo separan de la contemporaneidad, y eso ha sido gracias al brillante texto de no más de 100 páginas que establece las bases del método para conducir bien la razón y buscar la verdad en las ciencias.
Desafortunadamente el impacto de ciertas conductas, de las que en la actualidad estamos más que sobrados, nos sugieren que el ejercicio de la política no se rige por los mismos principios que la Ciencia, no al menos para quienes el todo vale y el cuanto peor mejor gobierna sus actuaciones. Eso explicaría que la capacidad de juzgar o entender de forma razonable, no dirige las pautas morales.
Transcurrido siglo y medio desde aquella valiente manifestación de desacuerdo y reivindicación de igualdad, protagonizada por las trabajadoras de una fábrica textil en la ciudad de Nueva York, todavía existen flagrantes diferencias entre los salarios de mujeres y hombres por idénticas o similares tareas e implicación. Negar esa evidencia, enredándose en diatribas estériles, no puede beneficiar a nadie más que a los mediocres, a quienes el miedo a competir en franca imparcialidad subyuga.
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