La hazaña de rescate del planeta demanda del esfuerzo colectivo, de la responsabilidad de cada ciudadano, asegurándonos de que los derechos humanos, tengan presencia en esa recuperación humanística que hemos de avivar cada cual desde su entorno. Sólo alcanzaremos dicho espíritu armonizando pulsos, activando la igualdad de oportunidades para todos, abordando las frustraciones que la pandemia ha dejado en evidencia, haciendo frente a ese espíritu excluyente que nos deshumaniza por completo. Nunca es tarde, efectivamente, para refirmar nuestras obligaciones de interconexión positiva, con abecedarios más interiores que exteriores, si en verdad queremos contribuir al naciente de sociedades más coordinadas y equitativas, con capacidad de superar cualquier adversidad que se presente. Lo importante es no desfallecer en los intentos, tomar conciencia plena de la situación, trazar con espíritu creativo ese nuevo giro de marcha, contando siempre con la ayuda de los demás y el apoyo social; dignificando, en suma, todas las acciones y contribuyendo a la universalidad innata de valores inherentes, como puede ser la dignidad humana.
En efecto, hay que volver a la decencia, al cultivo en nuestra vida cotidiana de algo tan esencial como la consideración hacia toda existencia, tomando como horizonte aquellos derechos que nos protegen a todos y así fomentar la unión y la unidad, que es lo que verdaderamente nos hermana. Ya está bien de absurdas divisiones, de endiosamientos injustos, de abrigar un ámbito cerrado que rompe sueños en lugar de abrir espacios, creando frentes que nos impiden entrar en relación y caminar fusionados. Con urgencia, hay que cambiar ese “todos contra todos”, ganado en parte por ese estilo de vida interesado que nos hemos injertado en vena. Sin duda, será saludable tomar otro más desposeído y acogedor. No me gusta, en absoluto, este estado de sometimientos y desconsideraciones entre semejantes. Alejándonos cada vez más los unos de los otros va a resultar imposible nuestra continuidad. Únicamente hermanados podemos avanzar. Por eso, es vital romper las cadenas que nos aíslan y separan, tendiendo puentes, extendiendo brazos para no caer en el desaliento que es lo que francamente nos hunde como familia y nos confunde como pueblo.
Sea como fuere, cada día se nos ofrece una nueva oportunidad para ese canje de actitudes. Cada ciudadano tiene su corresponsabilidad para esa reforma. No es menester guiarnos por los dominadores. Nosotros somos los verdaderos dueños de nuestra propia vida. No entremos en los juegos del poder. Vayamos a la sencillez, construyamos un mundo más de todos y de nadie en particular, una casa común perdiendo el recelo a nosotros mismos y a los demás. En esa reparación de anhelos, el primer deber es salir de la pobreza, disminuir las desigualdades y borrar la discriminación hacia todo andar humano. Tenemos que asegurarnos de que las voces de los más excluidos y vulnerables se consideran prioridad. Los gobiernos tienen que gobernar, ¡no desgobernar! Los ciudadanos tienen que ejercitar la ciudadanía, ¡no desmembrarla de su naturaleza participativa y solidaria! El astro en su conjunto, a través de sus moradores, ha de volverse responsable y próximo al prójimo, ¡jamás distante e irresponsable! Para esto, tal vez tengamos que poner cuanto antes la cultura del abrazo en todos los programas educativos.
Reeduquémonos en contenidos, pero también en los afectos. Demos prioridad a esa docencia integradora. No cerremos las puertas del saber. Abrámoslas también, pues, aunque la realidad ha demostrado que no hay relación entre la asistencia regular a los centros docentes y la trasmisión comunitaria del coronavirus, millones de niños resultaron afectados con el cierre de las escuelas en distintos países. Las familias deben exigir a los gobiernos la toma de medidas sanitarias necesarias para mantenerlos abiertos y, de este modo, evitar un daño continuo al aprendizaje. Algo realmente imprescindible para responder a las instancias de esa restauración mundial en continuo y rápido cambio, en el que se hace cada vez más difícil la tarea de educar; ganada en buena medida, por ese abandono de la institución colegial. Naturalmente, el retorno a esa acción reeducativa significa reorientar a las futuras generaciones a crecer auténticamente como personas, a ser capaces de abrirse a lo que nos circunda y a formarse hacia una determinada concepción de vida, con otros estilos más solidarios y verdaderos, con una amplia visión de la vida, con capacidad de vivencia analítica, sentido de sensatez y voluntad de empeño constructivo.
Indudablemente, antes tenemos que desterrar ese afán destructor de nuestras andanzas. La mejor reconstrucción será, por tanto, el permanecer unidos para propiciar una mutación que la hacemos entre todos, sin tener miedo a soñar en grande, a buscar como quijotes los ideales de justicia y a rebuscar en nuestros interiores esa capacidad de amar, que es lo que nos hace comprometernos a servir y a donarnos mutuamente.
|