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Un secreto sobre el miedo

La tristeza y el miedo son inevitables en esos momentos en donde la vida te hace parar y reflexionar sobre su corta duración
Gabriel Lanswok
martes, 27 de julio de 2021, 11:14 h (CET)

Un gato está bajando del tejado con la agilidad y la delicadeza necesaria para que su espalda a contrapeso impida que se ruede mientras sus patas se cruzan en posturas imposibles. Mi ventana está lo suficientemente cerca como para verlo con claridad, aunque no demasiado como para temer que el techo de mi casa se vea afectado. 


Lo que llama mi atención es su mirada enigmática, como si guardara un secreto aún no descrito, un algoritmo en cuyo centro permanece el código para descifrar la felicidad o el amor; incluso me atrevería a decir que en su centro yace la clave para entender lo que es la vida. Así mismo, al contemplar esos ojos grandes y fijos, puedes comprobar lo que es estar en paz; él permanece tranquilo y todo su cuerpo lo sabe, suave y tiernamente salta, recobra su postura inicial para continuar; todo es tan delicado y armonioso, un placer nocturno.


La paz es una cualidad difícil de ver y sentir en la actualidad, en un momento en donde gran parte de lo que vemos y escuchamos se relaciona con lo difícil que es morir. Ayer me enteré de que alguien conocido, cercano, había muerto. Uno más a la lista. En esta pandemia hemos visto a la gente morir, ha sido algo más público, aunque bien sabemos que la gente moría antes y morirá después, incluyéndonos. Una realidad que es difícil aceptar. La tristeza y el miedo son inevitables en esos momentos en donde la vida te hace parar y reflexionar sobre su corta duración. Creo que ahí está la clave. Es importante cuestionarnos acerca de la vida y cómo podemos aprovecharla, un acto de valentía, en definitiva.


No puedo negar la atracción que provoca el secretismo de los gatos, un misterio seductor. Algo ajeno al humano a pesar de que somos propensos a mentir o a guardarnos la verdad. Mentir es una acción constante, tanto si la razón (o escusa) sea para nuestro propio beneficio como para el de un compañero; nadie quiere hacerlo, sin embargo, es innegable que hasta en esto mentimos; en este caso a nosotros mismos. «Que me parta un rayo si miento», absurdo, sabes muy bien que eso es poco probable.


Al observar aquel ágil animal de color castaño, guardián de la verdad mayor, se me vino a la mente la mentira más grande, algo que nos esforzamos por ignorar tanto de los demás como de nosotros mismos, un secreto que permanece oculto en un lugar apartado de nuestros pensamientos, algo no alumbrado, que creemos ajeno: nuestros miedos. Deseamos que nos vean fuertes e implacables, proactivos y alegres; incluso, de forma inconsciente, evitamos todo aquello que nos recuerde que nuestra sombra permanece siempre junto a nosotros.


Cada vez que agarro una hoja y la coloco en la máquina de escribir siento un corazón cuya fuerza se confunde entre la excitación de un nuevo reto y la angustia por no saber cómo abordar el texto. Casi siempre el miedo supera a la fascinación, paralizando aquel primer deseo de contar mi historia; no es extraño que me vean aplazar el momento al ponerme de pie y tomar agua, al asegurarme que la hoja está bien colocada o el interlineado en su lugar. Algo que me salve de aquello que me provoca angustia.


Esto ocurre con cualquier miedo, grande o pequeño, desde el miedo a la hoja en blanco pasando por el miedo a que alguien te diga que no hasta llegar, de forma ineludible, al pavor que provoca la muerte. El miedo a la hoja en blanco impide que escribamos un libro honesto, el miedo a que me digan que no impide que consiga un sí quiero, el pavor a la muerte es un obstáculo para disfrutar la vida.


Ese gatito no conoce el miedo, ya que su cuerpo está adaptado a ese tan hermoso ritual de treparse por lugares y estructuras improbables. Una proeza a la que ellos están acostumbrados.

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