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Apagón

Los que peinamos canas, pocas o muchas, llegamos a acostumbrarnos a los apagones eléctricos que sufríamos en nuestra infancia y juventud
Manuel Montes Cleries
miércoles, 6 de octubre de 2021, 12:49 h (CET)

El apagón de hace unos días fue distinto. Nos quedamos sin acceso a la mayoría de las redes sociales. Durante las horas que la humanidad prescindió del maldito artilugio cibernético, se detuvieron las maquinas de la comunicación no verbal. En una palabra: casi se paró el mundo.

    

Si miramos hacia atrás en el tiempo, no tenemos que retrotraernos a la Edad Media, pensemos en los últimos cincuenta años, para descubriremos que hemos podido vivir tan ricamente  sin estos instrumentos. Basta con tirar de información (sí, de la Wikipedia, antes nos nutríamos de las enciclopedias) para descubrir que tenemos Fax desde los setenta, Internet desde 1989, Wikipedia desde 2001, Facebook desde 2004, WhastApp desde 2009 e Instagram desde 2010.

    

¿Cómo podíamos vivir antes sin estos medios? Pues bastante bien. Teníamos dos manos. Nos faltaba el apéndice en forma de teléfono celular, lo que nos permitía no tener que usar constantemente una mano y uno de nuestros ojos para “enchufarnos” a las redes. Comíamos tranquilamente en una mesa llena de cubiertos y platos, pero sin la presencia de una especie de aportación imprescindible al menaje de comedor: el telefonito que ponemos inmediatamente junto al tenedor y al que miramos subrepticiamente como si tuviéramos esperando la solución de todos nuestros problemas a través del mismo. 


No veíamos a los transeúntes hablar solos, cruzar semáforos o conducir, mientras conversan o echan un vistazo a las pantallitas, a niños totalmente aislados y enganchados al móvil, adolescentes, jóvenes y mayores que no se comunican como no sea con el aparatito. He visto a ciclistas y ¡caballistas! enganchados al “telefonino”. Antes, mirábamos a nuestro alrededor, saludábamos a los conocidos y conducíamos con cuidado. Leíamos los periódicos, veíamos la 1 y escuchábamos la radio.

    

Hace muy pocos años no hacíamos fotos o videos de todo cuanto nos rodeaba, ni los transmitíamos inmediatamente a nuestras allegados y al público en general. No estábamos obligados a contemplar la vida y milagros de los famosos, los youtubers y los frikis, a fin de podernos sentir en “la pomada”. No recibíamos, como hacemos ahora con cierta envidia, las fotos de los manjares que se están jalando nuestros prójimos en el restaurante de moda, mientras nos comemos unos tristes macarrones. Ni nos consultaban nuestros familiares y amigos, desde las tiendas, la belleza o fealdad de las prendas antes de adquirirlas.

     

No estoy en contra, ni mucho menos, con el progreso. Procuro aprender y disfrutar de la nueva cibernética y los nuevos medios de comunicación. Pero estimo que la mesura es importante. No hace muchos años teníamos un teléfono fijo o una cabina en el barrio. Pedíamos conferencias –con su consecuente demora- o poníamos telegramas. Escribíamos cartas o nos desplazábamos kilómetros para hablar cara a cara. Posteriormente, pasamos por el “zapatófono” y la búsqueda de cobertura, las tarifas carísimas de los móviles y la popularización de los mismos al descender su costo.


Hoy no podemos vivir sin “el bicho”. En muchas ocasiones olvido mi teléfono móvil. Me encuentro casi desnudo y desasistido ante la situación. Si para colmo lo pierdo, el drama es inmediato. Con él pierdo la agenda, los contactos telefónicos y por correo.  

      

Mientras escribo estas letras en mi ordenador (mi vieja Remington arrumbada), contemplo con tristeza unos cuantos sellos de correos innecesarios, una pluma que apenas utilizo, un teléfono fijo anticuado y un Fax que no uso hace años. No tiro nada. Igual tenemos que volver a usar el bolígrafo y a dar recados personalmente.

 

Viva el progreso. Pero sin que nos domine y nos despersonalice. Es buena la inmediatez… pero también necesitamos el reposo. El alma se serena.

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