Necesitamos tomar otro espíritu, activar el coraje y la creatividad para embellecernos, antes de que nos triture la desolación mundana. La hermosura parte de ese abrazo comunitario, de esa entrega incondicional, de ese sentimiento verdadero que nos pone en disposición de vivir los instantes a pulso de corazón. No olvidemos que la humanidad se crece en la medida que acepta con entusiasmo reconstruirse y superar todo tipo de fragmentaciones. Son los pequeños gestos de amor los que nos engrandecen y dan savia. De ahí, la valentía que supone ponernos en acción, vernos como una rama de un tronco humanitario, reencontrarnos unos en otros y normalizar el efectivo proceder afectivo. Los desenfrenos actuales nos están dejando sin nervio para poder rectificar. Hemos de volver a la sensatez cuanto antes, a respirar esos momentos placenteros que nos abrazan recíprocamente, para injertarnos vida.
Confieso que me llenan de dolor esas bravuras inhumanas que nos eclipsan por doquier y nos impiden reconstruir el tejido de las relaciones, que es lo que en verdad nos realza nuestro paso existencial. Deberíamos meditar sobre todo esto, antes de que la muerte nos sorprenda, sin haber repensado lo que en realidad somos y queremos ser. Quizás tengamos que propiciar una revolución interior, cada cual consigo mismo, para desterrar nuestros venenos profundos. Lo armónico no llega de un día para otro, cuesta laborarlo, cuidarlo y sostenerlo. Se requiere, pues, compromiso y tenacidad. No hay otro modo. Tomando la verdad y el bien como nutriente de nuestro andar, todo será más fácil y placentero. Es cuestión de probarlo y de esparcir las emociones vividas. Por otra parte, la ingratitud nos deshumaniza y hace estragos en nuestros espacios íntimos. Hay que salir de esta atmósfera desnaturalizada y egoísta, lo que requiere un esfuerzo batallador de pensamiento y actividad. Hoy más que nunca se demandan otras actitudes más de servicio, como asistente y no como dueño, como arquitecto del verso y maestro de obras buenas que activen el bien común, con los valores de la solidaridad y la clemencia. La tarea no es fácil, pero tampoco imposible. Hemos de bajar de los solitarios pedestales para poder trazar una antropología del ser humano en correspondencia con sus semejantes, propagando un aire más comprensivo, que nos de fuerza y armonía mental, algo que necesitamos entre sí y con lo que nos rodea. En cualquier caso, nunca es tarde para poner de moda la poética del apego y la comunión de latidos. A propósito, me regocija lo que reza en un mural a la entrada de un poblado colombiano en el que conviven gentes diversas como “familia Llano Grande”. Una imagen que está haciendo historia, impensable hace tan solo cinco años cuando se firmaron los Acuerdos de Paz de la Habana que ponían fin al conflicto entre el Estado y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, las FARC EP. Todos ellos han despertado de la pesadilla, han tenido la pujanza de sobreponerse y enmendarse, se ven ahora como un hogar en el que todos se tienden la mano, y a la que las Naciones Unidas están acompañando en una terapia de reconciliación. Este es el camino a seguir. Gozosa labor la de dejarse reconducir y la de abrirse sabiamente para acoger otros gozos más sublimes, en una nueva síntesis inspiradora, donde todos hemos de estar trabajando codo con codo, ennobleciéndonos con la escucha natural de lo que nos engalana como seres pensantes, estimulándonos a profundizar en otro vivir, más acorde al innato sentido estético y contemplativo que nos cautiva. Por ello, jamás le cortemos las alas al jardín de los vocablos del alma. Activemos el sentido anímico e impulsemos una renovada inspiración, para abrazar el mundo en un nivel distinto, donde cohabite la creación y la recreación de todos sus moradores. Tranquilidad y saludables nutrientes, pues. La exclusión no es humana. Restituyamos vínculos que nos hermanen. Repongamos el aire cooperante, ese que nos abre las puertas a lo cordial, sin nada de hipocresía. El coraje siempre surge, sólo hace falta que obedezcan los sentidos.
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