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Celos homicidas

Liberan la bestia que tenemos dentro
Octavi Pereña
lunes, 30 de mayo de 2022, 09:11 h (CET)

Los celos,  dice el escritor noruego Jo Nerbo, “son una fuerza motriz detrás de muchas de nuestras acciones. Nuestra competitividad la mueven los celos. Se dan distintos grados, está claro. No es lo mismo pegar a tu hermano en una lucha por una mujer que correr en una pista. Un poco puede ser bueno. Cuando terminas en asesinato o en gente atormentándose a sí misma, no. ¿A Putin le mueven los celos, y la envidia? ¿A Bush cuando invadió Irak para superar el legado de su padre? Es una fuerza motriz y también destructiva.


El diccionario define celos. “Amor, afecto recluido de quien teme que el otro pueda ser preferido. Envidia que nos causa quien disfruta de alguna cosa que querríamos para nosotros”. Envidia y celos son sinónimos.


Un ejemplo bíblico de celos que no son buenos y “terminan en asesinato o en gente atormentándose a sí misma” se encuentra en Saúl que fue el primer rey de Israel. Muchas personas conocen la historia de David y Goliat. David fue un adolescente pastor de ovejas que mató al terrible Goliat con un guijarro que lanzó con su honda y que impactó en la frente de su temible enemigo. El valiente David fue fichado de inmediato por el monarca. De pastor de ovejas se convierte en un renombrado soldado que cuando regresa victorioso de las batallas contra los filisteos las mujeres salían a recibirle cantando: “Saúl hirió a sus miles, y David a sus diez miles” (1 Samuel 18: 7). Esto enojó en gran manera a Saúl, dijo: “A David dieron diez miles y a mí miles, no le falta más que el reino. Y desde aquel día Saúl no vio con buenos ojos a David” (vv. 8,9). Los celos infundados que se despertaron en Saúl le impulsaron a proceder con alevosía. Empezó disparatar. A pesar de que Jonatán, hijo de Saúl, defendía ante su padre la fidelidad de David, los celos descontrolados prevalecieron. “Aconteció al otro día que un espíritu malo de parte de Dios tomó a Saúl, y el desvariaba en medio de la casa. David tocaba con su mano como los otros días, y tenía Saúl la lanza en la mano. Y arrojó Saúl la lanza, diciendo: Enclavaré David a la pared. Pero David lo evadió dos veces” (vv 10,11o). David huye y Saúl le persigue con el mismo ensañamiento que el sabueso persigue a su presa. Lo que se siembra se recoge. Saúl murió ignominiosamente junto con sus hijos luchando contra los filisteos en la batalla de Gilboa, lanzándose sobre su espada.


“Los celos como los de Otelo”, dice A. C. Bradley, “convierten la naturaleza humana en un caos y liberan los celos que todos encierran”.  Cuando se abre la puerta del corazón que mantiene encerrados los celos salen con ímpetu haciendo estragos más o menos virulentos. La violencia de género es fruto de ellos. El escritor Jo Nerbo atribuye a los celos la barbarie que Putin comete en Ucrania. Los aprendices de dictadores que son estos jóvenes políticos que se inician en la política hacen públicos sus celos con sus declaraciones incendiarias con el propósito de expulsar de la palestra pública a quienes les hacen sombra. Su presencia les es un estorbo en sus aspiraciones a convertirse en el número 1 y así poder sentarse en la butaca desde donde recibir la pleitesía de la multitud. A pesar de que destruyen la tierra a la que dicen amar, lo cierto es que destruyen la que dicen quieren salvar de aquellos que a su parecer quieren destruirla. Lo único que persiguen es gratificar su ego recibiendo un baño de multitudes. Lo cierto es que más pronto o más tarde, según decida Dios, acabarán  indignamente como le sucedió al rey Saúl.


El apóstol Pablo escribiendo a los cristianos de Corinto les dice algo muy chocante: “De manera que yo, hermanos, no pude hablaros como espirituales, sino como carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche, y no vianda, porque aún no eráis capaces, ni sois capaces todavía, porque sois carnales, pues habiendo en vosotros celos” (enfatizo celos porque es lo que caracteriza a los políticos), “¿no sois carnales, y andáis como hombres?” (1 Corintios 3. 1-3). El apóstol escribe la carta a una iglesia compuesta por los que él considera “los santificados en Cristo Jesús” (1: 2), es decir personas verdaderamente cristianas. A pesar  de que llevaban tiempo convertidas a Cristo no habían llegado a ser adultos y seguían necesitando que se les diese leche espiritual. No habían aprendido a coger el cuchillo con el que cortar la carne, ni a utilizar el tenedor para ponérsela en la boca  para masticarla y engullirla. Esto indica que los celos son un pecado que requiere tiempo para desarraigarlo. A los cristianos les es posible con la ayuda del Espíritu Santo disminuirlos en gran manera pero no erradicarlos del todo. Siempre tendrán que manejar las tijeras de podar para impedir que los brotes lozanos se apoderen de nuevo del corazón. 


A medida que se va pasando de la infancia a la madurez en Cristo se va rebajando la virulencia de los celos. La sicología puede detectar la maldad de los celos pero no curar el corazón carnal que los engendra. Únicamente la fe en Jesús y la participación del Espíritu Santo pueden hacer que el corazón produzca: “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gálatas 5. 22, 23), características que son inusuales en los incrédulos.

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