Muchas veces, cuando muere un ser querido buscamos culpables. Pensamos que “si en lugar de hacer esto hubiera hecho lo otro”, no habría pasado eso malo… Que “podía haberle ido a ver y despedirme cuando se me ocurrió y pensé que iría al día siguiente, cuando ya fue tarde”, y cosas parecidas. También puede manifestarse esa negatividad en el lamento de “no le pude decir cuánto le quería”, cuando desenfocamos el amor real que teníamos a ese ser querido y nos fijamos en lo que nos faltaba para ser perfectos, autoculpación que el perfeccionismo provoca en detalles que no son importantes, que se absolutizan en ese momento. Por ejemplo, pensamos: “si yo no le hubiera dicho que nos fuéramos a ese sitio en moto, él no habría muerto”, no se hubiera cruzado con un gato en la carretera y no hubiera caído en la moto. Es un tema muy socorrido en cine, como en la película Sliding doors: Dos vidas en un instante de 1998, donde una circunstancia nimia como es perder el metro provoca un destino y parece que el azar domine nuestras vidas al estilo del fatum griego, cuando en realidad pienso que muchas veces más que una casualidad hay una causalidad, que desconocemos su sentido al menos por ahora.
También podemos echar la culpa a otra persona: “si mi hermano hubiera cuidado mejor de ella”, por ejemplo. O echamos la culpa a los médicos, pues el perfeccionismo de nuestra sociedad nos lleva a pensar que los profesionales tienen que ser perfectos, y podemos culpar a un médico del fracaso de no haber podido salvar esa vida… el mismo médico puede sentir ese complejo de culpa también.
También podemos echar la culpa a Dios, que se ha llevado a ese ser querido. O como en religiones antiguas, podemos pensar que la muerte es por causa de algo mal hecho, como un castigo del cielo para alguno de nosotros. Recordemos la pregunta a Jesús ante una muerte por la caída de una torre: “¿quiénes pecaron, ellos o sus padres?”, y cómo Jesús viene a decir que ninguno de ellos, pero que de todas formas Dios sacaría un bien de esa desgracia.
Esta psicología de la culpa puede hacer que la persona afectada quiera hundirse en sus sombras, donde siempre puede encontrar más hondura, su negatividad es tan grande que por poner un ejemplo no sólo baja al fondo del río sino que quiere aún escarbar en ese fondo, así quien tiene ese sentimiento de culpa puede ir buscando mil temas para autoculparse… Pero es importante tener razones para poder decir “stop” a todo lo malo, no darle vueltas a las cosas cuando entramos en un bucle de configurarnos cada vez más negativamente, que es causa de depresión. Vencer la emoción con la razón y el espíritu.
Quizá hay creencias limitantes falsas, que provienen de fuerzas atávicas que anidan en nuestro interior y que hay que ir purificando, con la aceptación y abandono, para dejar que las cosas fluyan según unas fuerzas positivas que aunque desconocemos, puede haber una comprensión alcanzada no con la cabeza que no entiende, sino con la intuición que percibe una confianza en eso que viene de arriba.
Cuando no hay esa comprensión, aparecen los traumas. Así por ejemplo puede permanecer el miedo a conducir a partir de un accidente de circulación, o sentir la necesidad de ir a lugares que frecuentaba el ser querido fallecido; o tener miedo de esos lugares en otros casos; o tener alucinaciones como oír a quien nos dejó, como si estuviera viva esa persona.
Cultivando la comprensión podemos superar ese trauma de la culpa. Siguiendo una intuición interior podemos confiar en que no nos abandona ese ser querido que ya no está entre nosotros, que si estamos bien él también lo estará, e ir desprendiéndonos de ciertas voces que nos engañan con sentimientos de culpa y ansiedad, con remordimientos del pasado y miedos del futuro, impidiendo que vivamos en el momento presente. Por eso no me gusta lo que algunas campañas de la Dirección de Tráfico hacen, con su lema “si matas a alguien, lo matas todos los días de tu vida”. Es cierto que es un toque de responsabilidad pero no expresa toda la verdad, pues el dolor puede ser un veneno que cura, la persona puede hacer un cambio interior. Es un fardo duro de llevar ese sentimiento de culpa del pasado, desearíamos que ciertas cosas nunca hubieran ocurrido, pero podemos transformar como san Pedro después de la negación de Jesús, el remordimiento en arrepentimiento, encontrar un sentido a aquello, pasar del trauma esclavizante al agradecimiento libre después de esa conversión interior. Habló muy bien de ello S. Tamaro en su novela Donde el corazón te lleve: es un error creer que la vida es inmutable, que una vez tomado un carril hay que recorrerlo hasta el final. El destino tiene mucha más fantasía que nosotros, y cuando crees encontrarte en un callejón sin salida, cuando alcanzas el límite de la desesperación, con la rapidez de una ráfaga de viento todo cambia, da un vuelco y en el tiempo de este instante te encuentras viviendo una vida nueva (Milán, 1994, pp. 108-109).
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