No hay libertad sin liberticidas dispuestos para cercenarla. Al menos, eso parece a la luz del acaecer histórico. No es fácil, en realidad, lograr la suficiente autonomía para ningún individuo; somos animales sociales y no es posible ni sensato plantear una quimera basada en el solipsismo. Pero tiene nuestra especie una parte individual que le aleja de la dimensión puramente zoológica. En ella reside, creo, nuestra propensión a ser libres, manifestada mediante las sucesivas civilizaciones, que no culturas, superpuestas a través del tiempo histórico.
De este modo, desde la antigüedad, ha ido evolucionando la noción de libertad, así como la interpretación de los diferentes aspectos constitutivos de la misma. Y se fueron también conformando las versiones varias de los liberticidas. En la Grecia antigua, se asoció la libertad con la participación en la vida política de las polis en el contexto de su democracia, limitada a una minoría de ciudadanos, pero que nos aportó, en cierto medida, la idea de la libertad individual como colaboración en los asuntos colectivos, si bien algunos aspectos de la mecánica de mayorías, véase, por ejemplo, el ejercicio del ostracismo, constituyeron más bien un procedimiento liberticida. En Roma, por otro lado, se relacionó la libertad con la igualdad ante la ley, ejemplificada esa relación en las luchas de los plebeyos por sus derechos, plasmados en normas escritas. De ello nos viene la idea de “Estado de Derecho”.
Ya en la Edad Media, se vinculó la libertad con cuestiones filosóficas y teológicas, muy pegadas a la religión dominante y, así, predominaron las nociones de libre albedrío y libertad espiritual, con la Iglesia jugando un papel preponderante. No fueron tiempos buenos para la libertad individual al quedar la Ley en segundo plano, en un contexto de preponderancia de lo religioso y de lo estamental. Fue partir del siglo XVIII cuando se introdujo la defensa de esa libertad individual en relación con la noción de igualdad ante la ley, lo que se plasmó en el liberalismo del siglo siguiente, como reacción contra el absolutismo y el Antiguo Régimen. Y, ya en el siglo XX, se identificó la libertad con la lucha frente a la opresión totalitaria.
En realidad, toda esa evolución parece mostrarnos que solo el Derecho garantiza la libertad; por eso la Ley debe estar por encima de cualquier otro elemento (Pueblo, Nación, Género, o cualquier otro ente sustantivado).
Frente a la Ley así entendida han estado siempre los liberticidas. No resultan fácilmente identificables, pues se manifiestan a través de avatares diversos, según el momento y el lugar. Se alinean siempre en la tendencia muy humana de anular al individuo, sumiéndolo en colectivos o universales de índole religiosa, política o sociocultural. Conocemos los siglos de imposición religiosa y de persecución de herejes, y el poder absoluto de los monarcas de la Edad Moderna. Pero el brazo de los liberticidas, siempre dispuestos a aguar la fiesta de nuestra autonomía personal, alcanza el presente. Afirmó Ayn Rand, mujer adelantada a su tiempo, y hoy ignorada por los impulsores de la nueva ortodoxia, lo siguiente:
“¿Es el hombre un individuo soberano, dueño de su persona, su mente, su vida, su trabajo y sus productos, o es propiedad de la tribu (el Estado, la sociedad, lo colectivo) que puede disponer de él de la forma que quiere, que puede legislar sus convicciones, prescribir el curso de su vida, controlar su trabajo y expropiar sus productos?” De la respuesta a esta pregunta, depende nuestra adscripción a los defensores de la libertad o al grupo de sus enemigos. Nada que añadir.
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