Los monjes trapenses eligieron como lema de su Orden «Memento mori»: recuerda que morirás. Pero podemos reflexionar sobre la muerte desde el punto de vista de la experiencia vital, que nos sirve para vivir bien; o bien desde la esperanza de salvación, que nos sirve para vivir felices con esa perspectiva de que pasaremos a una situación mejor.
1. Expectativas ante la experiencia de la muerte «Enséñanos a contar nuestros días y llegaremos a la sabiduría del corazón» (Salmo 90,12), reza el salmista. También Jesús nos anima a trabajar, pues «mirad porque no sabéis ni el día ni la hora» (Mt 25,13), nos invita a buscar los bienes de arriba, no la riqueza que se pudre, es la conclusión de la parábola del hombre rico que planeaba construir graneros más grandes para su cosecha: «Insensato, esta misma noche se te pedirá la vida. Y lo que has preparado, ¿de quién será?» (Lc 12,20). Así pues, nos anima a mirar «¿de qué le vale al hombre ganar el mundo entero si pierde la alma?» (cf. Mt 16,26). El modo sapiencial de hablar de la muerte se encuentra en todas las tradiciones espirituales. La filosofía ha ahondado en ello también, desde los estoicos al existencialismo en Occidente, y en muchas corrientes orientales. Somos dueños de nuestro destino.
Martin Heidegger define al hombre como «un-ser-para-la-muerte»[1], y ante la falta de perspectiva sobrenatural piensa en la nada, el nihilismo: “Todo intento de proyectarse y de elevarse es un salto que parte de la nada y termina en la nada”[2].
San Agustín, en cambio, tuvo una intuición mucho más rica: no el nihilismo, sino fe en la vida eterna: «Cuando un hombre nace —escribía— se hacen muchas hipótesis: tal vez sea hermoso, tal vez sea feo; tal vez sea rico, tal vez se pobre; tal vez vivirá mucho tiempo, tal vez no... Pero de nadie se dice: tal vez muera o tal vez no muera. Esta es la única cosa absolutamente segura en la vida. Cuando sabemos que uno está enfermo de hidropesía [entonces era esta la enfermedad incurable, hoy son otras] decimos: "Pobre hombre, debe morir; está condenado, no hay remedio". ¿Pero no deberíamos decir lo mismo de uno que nace? "¡Pobre hombre, debe morir, no hay remedio, está condenado!".
¿Qué importa si en un tiempo un poco más largo, o un poco más corto? La muerte es la enfermedad mortal que se contrae al nacer»[3]. La vida es como «un vivir que es un correr a la muerte» (Dante)[4]. Con frecuencia vemos que algunos criminales suben al culmen del éxito, y que personas de buen corazón sufren penalidades: “¿esto es justo?”, decimos. Y pensamos que el tiempo pondrá todo en su sitio, que llegará un momento en que todo se equilibre. Por eso se ha aconsejado ponerse en el momento de la muerte: ¿haría esto, o bien esto otro? Y escoger con esa libertad que se enriquece con la responsabilidad. Puesto que «no tenemos una morada estable aquí abajo» (Heb 13,14), ese pensamiento puede ayudarnos a decidir con la mirada puesta en la eternidad.
Y así la muerte será nuestra hermana, como decía Francisco de Asís: «Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal, de la que ningún hombre vivo puede escapar… benditos aquellos a los que encuentre en su santísima voluntad, porque la muerte segunda no les hará ningún daño». Y en esta perspectiva “nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir” (Jorge Manrique). «Cristo mismo —dice san Gregorio de Nisa— nació para morir»[5], y resucitar, pues la muerte es paso hacia la Vida.
2. Expectativas de la esperanza cristiana “Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo” (Catecismo, 1010): “En la muerte Dios llama al hombre hacia Sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de San Pablo: "Deseo partir y estar con Cristo"” (id., 1011). Algunas corrientes orientales ven que tiene que haber una continuidad, para quemar el karma, una purificación. Ya Platón incorporó ese pensamiento a Occidente siguiendo a los pitagóricos y corrientes órficas. Pero no tienen en cuenta que hemos ampliado nuestro contexto, intuimos que hay otras dimensiones más allá de la inmensidad de este universo de tres dimensiones. Y que esta continuidad de la Vida no necesita de otras experiencias corporales. De ahí que la iglesia diga que “ya no volveremos a otras vidas terrenas. Está establecido que los hombres mueran una sola vez. No hay reencarnación después de la muerte” (id., 1013). Es una visión de la muerte que se expresa en la liturgia de la Iglesia como paso a esas otras dimensiones: “La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo” (Misal Romano, Prefacio de difuntos)[6].
[1]M. Heidegger, Essere e Tempo, § 51 (Longanesi, Milán 1976) 308s [trad. esp. Ser y tiempo (Fondo de Cultura Económica, México 2002)].
[2]Ib. II, c. 2, § 58, p. 346. [3]San Agustín, SermoGuelf. 12, 3: Miscelánea Agustina, I, 482s. [4]Purgatorio, XXXIII, 54. [5]San Gregorio de Nisa, Or. Cat., 32: PG 45, 80. [6]“Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado reuniéndolo con nuestra alma. Así como Cristo ha resucitado y vive para siempre, todos nosotros resucitaremos en el último día” (Catecismo, 1016). Esta visión cristiana incorpora un sentido de la muerte como consecuencia del pecado, con un tono un tanto misterioso: “Como consecuencia del pecado original, el hombre debe sufrir "la muerte corporal, de la que el hombre se habría liberado, si no hubiera pecado" (Gaudium et Spes 18)” (id., 1018). En cualquier caso, ese desequilibrio histórico se reconduce con la redención: “Jesús, el Hijo de Dios, sufrió libremente la muerte por nosotros en una sumisión total y libre a la voluntad de Dios, su Padre. Por su muerte venció a la muerte, abriendo así a todos los hombres la posibilidad de la salvación” (1019).
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