Ósipov es uno de los escritores rusos contemporáneos que ocupa los anaqueles de las librerías en nuestros días. La literatura rusa, en la actualidad, parece un tanto olvidada como consecuencia de los tentáculos censores del régimen de Putin.
Maxim Ósipov
Maxim Ósipov tuvo que salir de Tarusa, al sur de Moscú, hasta Armenia y desde ahí a Alemania para huir de dicho régimen y, no solo mostrar su negativa a la invasión de Rusia sobre Ucrania, sino también escribir sobre el sempiterno mal ruso.
Su literatura es como un diagnóstico vinculado a la suerte y a la resignación como consecuencia de la falta de medios e interés en la existencia humana. Su profesión, médico especializado en cardiología, le ha permitido ver la putrefacción del cuerpo, aunque el alma quede intacta. Esa ulceración de la materia es el fiel reflejo del desmoronamiento del régimen soviético y el oscuro túnel en que sumió a todos y cada uno de sus ciudadanos.
En su último libro, titulado Kilómetro 101 y editado por la editorial Libros del Asteroide, el autor, a través de una selección de relatos, refleja sus experiencias como médico en una pequeña ciudad de provincias. Una ciudad situada, como dice el libro, a 101 kilómetros de Moscú, porque como el escritor revela en el libro, esa es la distancia mínima, cerca de las grandes ciudades, a la que se les prohibía vivir a todo aquel que hubiera cumplido una condena por delitos políticos.
Con un humor cáustico, desapegado, y una continua mirada crítica al pasado, Maxim Ósipov nos introduce en un mundo donde el frío ha entrado en los huesos y no queda más que la capitulación. El propio autor dirá en las páginas del libro «te pones la bata, miras las tinieblas que alguien ha pintado tras la ventana y te dices: la cosa no mejorará. La felicidad es esto».
En todas y cada una de las páginas del libro se alude al terror soviético y a la criminalidad de sus dirigentes. Ósipov se apoya en escritores rusos de generaciones anteriores como Tolstoi, Chéjov, Pasternak, Dostoievski o Aleksandr Solzhenitsyn para dejar patente el erial de la estepa rusa que ha asolado el espíritu de los ciudadanos desde su pasado hasta la actualidad. Personas que han caído en un abismo sin fondo y que en ese terreno pierden el trabajo y el amor. Todo aquello que los une a la vida. Totalmente resignados a su infortunio se agarran a las palabras de San Juan, en el Evangelio: «los hombres amaron más a las tinieblas que a la luz».
En la sociedad que el médico denuncia, a los enfermos no se los arroja desde una roca ni se los fusila, sencillamente no se los trata, Además la gente está educada así. La mujeres mayores y enfermas no tienen importancia —dirá el autor—, se les mete en casas de ancianos para esperar la muerte.
El único consuelo a un final sin esperanza y en silencio es el alcohol. Omnipresente en la sociedad rusa. Esa bebida espirituosa, el vodka, que influye en la suerte de cada familia. Se bebe hasta caer en la borrachera y perder el sentido. Porque se ha llegado a un momento en que la vida carece de sentido.
El peso del pasado soviético, aderezado de miedo y tiranía, la corrupción sin vergüenza de los oportunistas tras la caída del régimen comunista y la estupidez de una burocracia de bajo perfil técnico anclado a su sillón y a su sueldo ha acabado con la pequeña luz de esperanza de una población sencilla y trabajadora.
Puede que cuando cayera la URSS los ciudadanos tuvieran una sensación de liberación, de abrir las puertas a una sociedad que se volvería sana por la entrada de luz frente a esas tinieblas instauradas de por vida. Sin embargo, tal y como dice el escritor ruso «ahora tengo una sensación contraria, de muerte. No tengo claro cuando empieza la enfermedad que achaco a la sociedad rusa, pero, parece que, en Rusia, las épocas nunca acaban».
Comunismo. Foto de Alexander Popovkin
Todos y cada uno de los relatos del libro Kilómetro 101, emanan de sus páginas el acartonado olor a quemado de una sociedad decadente y triste. Ahora, con Putin al mando, la represión se ha instaurado como un peligroso control del disidente, tanto que puede llevarte a la muerte o al envenenamiento. Parece que nada ha cambiado en Rusia después de aquella revolución de 1917 que permitió el ascenso al poder de los bolcheviques y con Lenin al frente. Setenta y cuatro años de comunismo. La única diferencia con la Rusia de Putin es la hábil utilización de la propaganda en el interior de sus fronteras, sin voz alguna discordante por las posibles represalias. Y todo ello camuflado de democracia. Sustentado por una oligarquía y por una élite que no está libre del yugo de su líder. Tanto es así que prefieren irse a vivir al Lago de Como en Italia, o a Marbella en España, que a permanecer en su país.
La literatura de Ósipov es como una tragedia griega, pero sin sobresaltos, sin emociones a flor de piel, porque el final ya se sabe, aunque la bruma y la niebla impida verlo. No es necesario que se haga patente pues se siente en lo profundo de un cuerpo malherido por la enfermedad. Por el padecimiento de un mal característico en la literatura rusa: la denuncia de una sociedad que, como dijera Alexander Pushkin, se sustenta en la tiranía, en la mentira y en la hipocresía.
El eterno peregrinaje del alma, desde el interior de un cuerpo corrupto.
|