Existen las banderas desde tiempos lejanos. Se presume que, ya en la antigüedad, tribus y pueblos las usaban para distinguir amigos de enemigos en el campo de batalla. Conocemos que las legiones romanas portaban estandartes a la manera de distintivo o identificación pero, en todo caso, relacionados con la guerra. Y ya en la Edad Media, se emprendió, según afirman los especialistas, la tarea de concebir las banderas como emblemas de poder y soberanía. Durante los inicios de la Edad Moderna, los imperios europeos, como España y Portugal, las emplearon para marcar sus posesiones en ultramar y para identificar las embarcaciones propias. Con el tiempo, prosperó el significado simbólico de estas enseñas y, en el contexto de las revoluciones liberales y nacionales del siglo XIX, se tornaron emblemas de identidad y de lucha por la independencia.
Hay muchas banderas. Además de las nacionales, están las ideológicas y religiosas; es por ello que existen siempre abanderados o paladines prestos a enarbolarlas. Y son las guerras un caso particular de esto último; lo traigo a colación porque estamos sumidos en una, que nos va atrapando, a los europeos, poco a poco, tal vez como paso previo a su generalización, que parece el propósito de quienes ocupan posiciones de mando. Temblemos.
La guerra es política por naturaleza, y propia de la civilización. Resulta ya casi manida la tesis de Clausewitz que la define como continuación de la política por otros medios, si bien se podría afirmar, con igual precisión, lo contrario. Para Gustavo bueno, “contraponer guerra y paz como si se contrapusiese lo salvaje y lo civilizado es un error. En el mundo salvaje no hay guerra”. Según Herodoto, “ningún hombre es tan tonto como para desear la guerra y no la paz; pues en la paz los hijos llevan a sus padres a la tumba y en la guerra son los padres quienes llevan a sus hijos a la tumba”, pero ello es dudoso; solo tenemos que recordar el frenesí bastante generalizado, ante la contienda incipiente, en el contexto inicial de la Primera Guerra Mundial, ignorantes aún los entusiastas de la carnicería que se avecinaba. No sé si estamos de nuevo en lo mismo, en relación con Ucrania, con la posibilidad de una extensión a todo el continente. Y cualquier beligerancia europea, ya lo dijo Eugenio d´Ors, es conflicto civil, con toda la vileza y crueldad propia de esa índole. Asimismo, Paul Valéry definió la guerra como “masacre entre gentes que no se conocen, para provecho de gentes que sí se conocen pero no se masacran”.
Pero da la impresión de que el camino está marcado. La retórica es sin duda belicista, pero también los gestos, pues denotan las instituciones europeas y, en gran parte, los gobiernos nacionales, así como los medios de comunicación dominantes, la apariencia de estar pastoreando a la opinión pública para asumir y aceptar una guerra generalizada en territorio europeo, presentada como casi ineludible.
¿De verdad nos están llevando hacia la guerra? Es posible que haya algo de sobreactuación, y se nos presenta todo ello en un totum revolutum del que asimismo forman parte otras alarmantes derivas de nuestro mundo, algunas concernientes a la disputa geopolítica y otras relacionadas con los objetivos de las élites de cara al futuro. No podemos descartar que, bajo el objetivo aparente (ayuda a Ucrania y tal), se halle otro menos declarable, coherente con la imposición de una economía bélica o comunismo de guerra, que probablemente provoque sueños húmedos en quienes rigen nuestros destinos. Se trataría de dar otra vuelta de tuerca respecto a nuestras libertades, más allá de la que ya se dio no hace tanto con el pretexto de la pandemia. No lo descartemos.
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