El día de Pentecostés, la Iglesia celebra el cumplimiento de la promesa que Cristo había hecho a los Apóstoles cuando resucitó: sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Juan 20,22). Lo recibieron en ese momento, pero de algún modo también hubo una venida más “pública” del Espíritu Santo el día de Pentecostés de un modo solemne y con manifestaciones externas. Así culmina el misterio pascual. El Espíritu que Jesús comunica crea en el discípulo una nueva condición humana y produce unidad. Cuando el orgullo del hombre le lleva a desafiar a Dios construyendo la torre de Babel, el mito nos habla de que hay confusión por la multiplicidad de lenguas y no se pueden entender entre ellos. En Pentecostés sucede lo contrario: por gracia del Espíritu Santo, los Apóstoles son entendidos por personas de las más diversas procedencias y lenguas. El Espíritu Santo es el Maestro interior que guía al discípulo hacia la verdad, que le mueve a obrar el bien, que le consuela en el dolor, que lo transforma interiormente, dándole una fuerza, una capacidad nuevas. El primer día de Pentecostés de la era cristiana, los Apóstoles estaban reunidos junto a María, estaban en oración. El recogimiento, la actitud orante es imprescindible para recibir al Espíritu. «De repente, como si se diera un viento impetuoso, se oyó del cielo un rumor que llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Entonces se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que se distribuían y se ponían sobre cada uno de ellos» (Hechos 2,2-3). Aquellos hombres atemorizados habían sido transformados en valientes predicadores que no temían la cárcel, ni la tortura, ni el martirio. No es raro; la fuerza del Espíritu estaba en ellos.
No significa que nos liberemos de nuestras dimensiones corporales, pues esta libertad que nos da el Espíritu es un "ya", y al mismo tiempo un "todavía no": el Espíritu Santo, es el Maestro interior que nos guía hacia la verdad, que le mueve a obrar el bien, que lo consuela en el dolor, que lo transforma interiormente, dándole una fuerza, una capacidad nuevas. Lo veo en relación con lo que dijo Jesús se lo dice a Nicodemo: “En verdad, en verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, carne es; y lo nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan,3,5-6).Y sobre ello insiste san Pablo: “Los que viven según la carne gustan las cosas de la carne, en cambio los que viven según el espíritu gustan las cosas del espíritu. Porque la tendencia de la carne es muerte; mientras que la tendencia del espíritu, vida y paz (Rom 8,5-6). Y en otro momento, “Jesús clamó: Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba quien cree en mí. Como dice la Escritura, brotarán de su seno ríos de agua viva. Dijo esto del Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él, pues todavía no había sido dado el Espíritu, ya que Jesús aún no había sido glorificado (Juan 7,37-39).
Cuentan que Miguel Ángel al esculpir sus obras maestras (Moisés, David…) decía: “está ahí dentro del mármol, solo hay que sacar lo que sobra”; se ha visto esa acción del Espíritu como la del divino escultor que nos pule para sacar lo mejor de nosotros mismos. También se ha visto con el ejemplo del barro, que se deja moldear por el divino alfarero. Y más ejemplos, como quien riega lo que está árido, doblega lo rígido, lava lo manchado, cura lo enfermo (Secuencia Veni Sancte Spiritus, de la Misa de Pentecostés). Si le dejamos, el Espíritu Santo, Tercera Persona de la Santísima Trinidad, es el alma de mi alma, la vida de mi vida, el ser de mi ser; es mi santificador, el huésped de mi interior más profundo. Para llegar a la madurez en la vida de fe es necesario que la relación con Él sea cada vez más consciente, más personal. En esta celebración de Pentecostés debemos abrir las puertas de nuestro interior de par en par.
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