Nos encontramos en un tiempo meteorológico propicio para las tormentas, esas que denominamos veraniegas. De improviso tenemos que cambiar la sombrilla de playa por el paraguas y la toalla por el chubasquero.
Normalmente duran poco, traen mucho ruido y pocas nueces. Descargan rayos, truenos y trombas de agua que apenas rellenan los acuíferos y los embalses. En estos momentos añoramos esa agua “calaera” constante, que tanto bien hace a nuestras tierras y nuestros cultivos. En nuestra vida sucede lo mismo. A lo largo de las vacaciones todo ha sido plácido y reconfortante. Pero cuando menos te lo esperas salta la chispa del desencuentro, la tormenta de reproches y el tsunami del desamor. No estamos lo suficientemente preparados para hacer frente a las tormentas que surgen en nuestra vida. Ausencias y presencias inesperadas. Fracasos de todo tipo, endógenos o exógenos. Fallos inesperados tuyos o de los demás. Amores y desamores. Inundación de sentimientos y recurso al psicólogo. La buena noticia se basa en que siempre que ha llovido, ha escampado. Esos momentos imposibles de superar se soportan con estoicismo y vuelve a amanecer en nuestras vidas. Aun es posible la esperanza. Tras la tempestad viene la calma. En la calma se piensa. Cuando se piensa se razona y se acepta lo inevitable. Mientras hay vida, y también después de perderla, hay esperanza, miras al cielo atmosférico y al tuyo propio y descubres que ha vuelto a salir el sol.
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