Se atribuye a Agustín de Hipona aquello de que “la Iglesia persigue por amor y los impíos, por crueldad”. Podría relacionarse tal afirmación con la doble moral o con lo que se ha dado en denominar ley del embudo, pues ambas se antojan óptimas para caracterizar la locución.
La expresión doble moral se utiliza mucho en estos días, pero casi me inclino por lo del embudo, que sirve para valorar un amplio elenco de ideas, actos y actitudes, desde lo jurídico a lo oratorio pasando por lo ético.
Es evidente que “los nuestros” siempre matan o mienten, roban o se corrompen, por la razón que Agustín atribuye a la Iglesia; troquemos amor por patria, nación, justicia social, raza, clase, o el universal que sea, y resulta lo mismo. Y así procedemos a la omertá al tiempo que apartamos la mirada. Son “los otros” lo que cometen los mismos actos por maldad intrínseca o vileza.
El mecanismo parece muy simple, pero funciona. Si navegamos por tertulias, redes sociales, columnas de opinión y demás, hallamos ese mismo razonamiento como base de cualquier argumentario, unos para “justificar” a los suyos y otros glosando su perfidia o carácter deletéreo. Nada nuevo bajo el sol.
En la Izquierda, concepto que se va tornando inefable, pero que parece haberse encarnado en el universo woke, se impone cada vez con mayor consistencia el procedimiento de la doble moral o del embudo ideológico y fáctico. Se vislumbra una especie de “Ciudad de Dios” (por seguir con Agustín), que se ubica en el punto omega de la teleología (que no teología) de la liberación social y de la igualdad como coartada para descargo “ad hoc” de lo que sea que haya que probar; además, la sensación de superioridad moral siempre alivia cualquier duda de fe ideológica y permite seguir adelante sin pararse en las minucias del camino, detalles que no afectan al gran objetivo final.
A partir de ello, se pueden blanquear dictaduras, corrupciones o nefastas actuaciones gubernamentales, siempre que sean de los nuestros. Al fondo de ello, está la línea divisoria entre los que ejecutan sus actos y pensamientos por amor, o por cualquiera de los universales citados más arriba, y los de la otra orilla, encuadrados en la crueldad de la derecha, cuando no ultraderecha, o el fascismo.
Lo dejó claro Lenin: “cada hombre debe elegir entre unirse a nuestro lado o al otro lado”. Así negó Ulianov la posibilidad de cualquier postura intermedia y abrió la espita de muchas cosas que después sucedieron. A partir de ello, se entienden bastantes de las zozobras de nuestro presente, como la cancelación, la persecución de los díscolos, devenidos herejes de las nuevas ortodoxias, y, a la postre, esa polarización que se advierte y que se fomenta, sobre todo desde el poder, siendo España un caso paradigmático.
Estamos dispuestos a justificar cualquier atrocidad cometida en el lado que consideramos como bueno. Por supuesto que muchos lo hacen por una pura cuestión de intereses, pero predominan los que, no teniendo nada que ganar, actúan de esa manera por inercia ideológica o política, por una suerte de sensación de pertenencia, por comodidad en el pensar, o por todas esas cosas a un mismo tiempo. El resultado es siempre el sectarismo.
Samuel Johnson, polígrafo inglés del siglo XVIII, nos dejó una proposición conocida, y lapidaria, según la cual “el patriotismo es el último refugio de un canalla”. Troquemos patriotismo por cualquier otro “ismo” llevado al límite, práctica que no supondrá un gran esfuerzo intelectual, y la aserción continuará siendo válida. Tenemos ejemplos para dar y tomar. Recomiendo, por tanto, la aplicación de la frase a distintas circunstancias, convicciones y personas. Servirá para la terapia de estos días.
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