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Salían los mineros,
de modestas casas,
con sus caras limpias
sus ropas lavadas.
Era muy temprano,
casi madrugada,
porque hasta la mina
la senda era larga.
Y había que llegar,
antes que sonara,
desde el castillete
la recia campana.
Subían en silencio,
a la oscura jaula,
que los llevaría
a la negra entraña.
Al llegar al tajo,
con pico y con pala,
emprendían la lucha
dura y porfiada.
Para extraer del frente,
cientos de paladas,
del negro carbón
que tan duro estaba.
Sufrían sus pulmones,
la invasión callada,
de gases nocivos
en cada jornada.
Así un día y otro,
semana a semana,
aquellos mineros
la vida pasaban.
Ellos, sin embargo,
nunca se quejaban,
eran un ejemplo
de tesón y calma.
Aún los recuerdo,
con sus negras caras,
pero muy felices
volviendo a sus casas.
El pasado es una senda, que en el alma se almacena, igual alegra que apena y dormita en una agenda.
Amo el olor a café por la mañana, cuando entra por la puerta de mi habitación e inunda con su aroma cada rincón mientras yo sigo enredada en las sábanas.
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