En toda relación humana existen las discusiones, los problemas y situaciones complejas en las que alguna de las partes tiene menos paciencia o aguante y acaba expresando sus emociones de forma, a veces, un poco abrupta. Y es que las palabras, según el tono y de quién procedan, así duelen más o menos, y cuando se trata de alguien cercano o íntimo el resultado es obviamente, intenso o decepcionante.
Es inevitable, a veces, estar en desacuerdo con alguien porque no todos tenemos los mismos gustos o intereses. El problema es cómo se dicen las cosas, porque cuando conocemos a alguien muy bien y surgen pequeños conflictos, tenemos tendencia a utilizar aquellos elementos que más hieren al otro, nuestra mente entra en modo ataque porque, quizá, hayamos acumulado demasiado sin haberlo expuesto en un momento en concreto, porque no le dábamos importancia cuando surgió o simplemente, porque no lo considerábamos adecuado, pero sea de una forma u otra, eso siempre saldrá a la luz y el problema es cuando eso emana a través de palabras que dañan al otro.
Cualquier persona puede generar dolor de diferentes formas pero son aquellas que más conocimiento tienen del otro, las que lo pueden hacer. Podemos discutir con un compañero de trabajo, un conocido o un primo lejano pero las consecuencias no serán las mismas que si es con nuestro hermano, pareja o amigo. Las palabras duelen según quien las diga y sobre todo por el contenido emocional que pueden albergar. No se trata tan sólo de la persona sino de la intención en la discusión.
Cuando estamos enfadados ya no razonamos como lo haríamos en un ambiente tranquilo. Las personas reaccionamos de diversas formas, al igual que a veces podemos perder el control de la situación y acabar perdiendo, también, los nervios, diciendo cosas que en estados pacíficos, no diríamos. Nos volvemos enemigos de nosotros mismos y hacia el otro por unos minutos y lanzamos toda clase de improperios que si lo hubiéramos pensado tranquilamente no hubieran salido así. El tema está cuando horas después recobramos cierta cordura y dejamos de lado la resaca emocional para darnos cuenta que la rabia pudo tener más peso que el corazón.
En esos estados de descontrol no vemos términos medios, sólo es o blanco o negro, no existe el gris que haría llegar a un entendimiento. Nuestro corazón sigue estando ahí pero el dolor o la injusticia que creemos en ese momento nos hace reaccionar de otro modo. Además, no hay que olvidar que discutir supone un desgaste bastante grande que hace que, después, nos sintamos cansados y desganados.
El cerebro en esos momentos funciona de otra manera que como lo haría en un estado normal, es decir, actuamos mediante impulsos porque nos sentimos amenazados, dolidos y lo que queremos es imponer nuestra opinión y eliminar el foco de injusticia que creemos que existe. Lo cierto, es que ante un momento conflictivo es necesario respetar y darnos cuenta que en el mismo momento, que estamos dañando, debemos parar y reflexionar.
Expresar una opinión, no es malo, como tampoco lo es estar en desacuerdo con algo, el problema surge cuando sólo queremos tener la razón ante un momento de enfado. Hay que saber gestionar estas situaciones y aprender a decir las cosas poco a poco sin imponer, sin hacer daño y sobre todo sin perder el respeto o la dignidad hacia el otro. El corazón y la cabeza a veces parecen no ir de la mano, pero tenemos que saber que es, completamente, normal que se den peleas verbales y de cada uno depende el encauzar los enfados cuando aparecen y no dejarse llevar por la ira o la rabia contenida porque debido a la falta de comunicación es cuando surgen los problemas en las relaciones sociales. Las cosas se hablan y no se imponen y si somos conscientes de que tenemos situaciones que nos hicieron daño en su día y que no hablamos, no pasa nada por hacerlo tiempo después para evitar que la rabia inunde todas nuestras acciones con alguien a quien queremos.
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