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En toda relación humana existen las discusiones, los problemas y situaciones complejas en las que alguna de las partes tiene menos paciencia o aguante y acaba expresando sus emociones de forma, a veces, un poco abrupta. Y es que las palabras, según el tono y de quién procedan, así duelen más o menos, y cuando se trata de alguien cercano o íntimo el resultado es obviamente, intenso o decepcionante.
Las relaciones familiares son algo complejas según el número de integrantes, es decir, cuantas más personas existan en nuestro núcleo, más divergencias aparecerán porque a pesar, de contar con la misma sangre no desarrollamos perfiles idénticos. Anteriormente, el número de hijos que se tenían no es parecido al de hoy, siendo escasos los nacimientos o incluso, renunciando completamente a ellos.
Cada uno de nosotros somos de una forma completamente distinta al resto, lo que ocurre es que habrá algunos que se dejen llevar por la mayoría para no sentirse menospreciados, pero existirán otros que, por el contrario, sigan siendo ellos mismos. Pero al hacer un balance, lo diferente puede ser raro y eso a todo el mundo le asusta demasiado.
A lo largo de la vida es inevitable que nos sucedan cosas que a veces nos gustan y otras no, pero de cada uno depende el gestionar aquellas situaciones que considera que le hacen más mal que bien. Podemos hundirnos, podemos sentirnos desdichados y sobre todo, podemos preguntarnos el motivo de por qué nos ha tocado a nosotros, pero eso no vale más que para autolesionarnos mentalmente.
Es común que las frustraciones en las relaciones de pareja, ya sea con el cónyuge actual o con un ex, lleven a uno de los miembros a hablar mal del otro delante de los hijos o los nietos. Este comportamiento, aunque puede generar inicialmente una afiliación hacia el progenitor que realiza las críticas, tiene consecuencias negativas a largo plazo.
El principio de respeto brilla por su ausencia, en muchas situaciones en la vida real, clásicamente por el egoísmo, la falta de reflexión de una gran mayoría de personas, porque vivimos en una sociedad muy agresiva, bastante violenta, donde impera la actitud prepotente, en una parte de la sociedad.
Hace unos cuantos días nos reunimos un grupo de amigos. Sin ningún motivo especial. Porque sí. No es necesario recurrir a una fecha o a una circunstancia en concreto para reunirnos alrededor de una mesa para compartir el pan y la sal. Basta con que a uno se le ocurra, para que los demás aceptemos alegremente la convocatoria.
Difícilmente sabemos hasta qué punto y en qué dimensiones ciertas personas nos influyen. A veces, la incidencia que tienen otros en nosotros no es cuestión de tiempo ni del número de repeticiones, sino de la confluencia de las condiciones y las circunstancias.
En esto de las sensaciones se rebelan las trayectorias emergentes frente a los numerosos intentos de los supuestos expertos. Entramos en el maravilloso mundo de las experiencias intransferibles e inexpugnables donde la vitalidad personal cobra prestancia por encima de sus enemigos. En tan extraordinario panorama se pone de manifiesto el amplio abanico de las posibilidades personales.
A pesar de que la soledad es una pandemia que golpea especialmente al mundo occidental y que en España afecta a unos cuatro millones de ciudadanos, uno no debe sentirse forzosamente candidato a padecerla. La sociedad es consciente del problema sanitario que representa la soledad porque puede generar depresión y en casos extremos: suicidio. Se pretende luchar contra ella fomentando relaciones sociales, especialmente entre las personas mayores.
En líneas generales, engloba reglas referentes a la cortesía, a la educación, a los modales, a los tratamientos y, también, a la mesa. Este conjunto de normas recibe el nombre de usos sociales que, a su vez, se engloba dentro del grupo de reglas convencionales cuyo objetivo es lograr la convivencia entre las personas de una comunidad.
Desde muy antiguo, el mucho hablar no se corresponde con la consecución de los buenos ensamblajes; por otra parte, los hechos no retroceden, si acaso vienen otros nuevos. El contenido de lo tratado en las conversaciones tiene su lógica, aunque fuera la de unas discusiones sin fin, con acuerdos imposibles
Sea como fuere, tenemos que acostumbrarnos a llamar a las cosas por su nombre, no podemos desenvolvernos en una marea de apariencias que nos tritura como seres pensantes. La irresponsabilidad es manifiesta en toda la humanidad; puesto que, la perversa invención, el odio, la inhumanidad y la deshumanización están rompiendo nuestra fibra humana, que es la que nos hermana socialmente
En consecuencia, el estímulo social del ser humano es algo inherente a toda existencia viva. Hagamos autocrítica. Valoremos ese espíritu donde vivimos, donde nos hallamos, para dejarnos de engañar unos a otros. Indudablemente, el impulso general debe fomentar un mayor bienestar, siempre que no perdamos el horizonte del sentido de la responsabilidad en el campo familiar, profesional y cívico, la iniciativa de cada cual y la libertad misma en el ejercicio de las obligaciones y derechos fundamentales de la vida.
Sea como fuere, nos espera un incesante trabajo de colaboración conjunta; en un momento de gran emergencia humana y atmosférica. Lo racional es que modifiquemos actitudes y comportamientos, fomentemos ese inherente vigor armónico que toda existencia lleva consigo, y que no se basa en la riqueza, sino en el sentirse cooperante de esa simpatía coherente entre el soñar y el hacer.
Nos une la observancia de no caer en la desolación. Cuando menos nos necesitamos para soñar otro astro más fraterno, por el que esclarezca la concordia, mediante una visión efectiva y desinteresada. Nadie avanza ni alcanza su madurez aislándose.
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