"La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene", José Luis Borges.
Todos vamos a morir, tarde o temprano, ¿qué novedad, verdad? Aunque parezca una afirmación obvia, la mayoría de los mortales vivimos haciendo todo lo posible por esquivar dicho suceso por varios motivos. Pues bien, hoy reflexionaremos sobre la finitud como aspecto constitutivo de una vida plagada de posibilidades y cuya única imposibilidad de todas ellas, es la muerte: la consciencia de finitud es, para la filosofía, el comienzo de una vida con sentido.
Martin Heidegger planteó en su obra “Ser y Tiempo” que la conciencia de la muerte es fundamental para comprender la naturaleza del ser humano. Para él, la vida auténtica es aquella que asume la finitud, reconociendo la muerte como una posibilidad siempre presente y cierta, pero indefinida en su momento. Este “ser-para-la-muerte” que somos, no implica una visión pesimista, sino un llamado a vivir de manera significativa y auténtica, tomando decisiones que reflejen nuestros valores más profundos.
A través de esta perspectiva, Heidegger pretende hacernos comprender que la vida tiene sentido cabal cuando asumimos su carácter de precariedad y fugacidad. No se trata de una obsesión morbosa, sino de un medio para alcanzar una vida auténtica: al reconocer la inevitabilidad de la muerte, el Dasein (nosotros, el “ser-ahí”, es decir, somos el “ahí” del tiempo) puede vivir con “sentido de urgencia” y con propósito, valorando cada instante y cada elección que tomamos como una oportunidad para expresar nuestra verdadera esencia.
“La muerte es una posibilidad de ser que el Dasein mismo tiene que asumir en cada caso. Con la muerte, el Dasein se encuentra en una posibilidad insuperable, que no puede ser rebasada”, (Heidegger, 1927/2015, p. 284).
La finitud también ha sido abordada por Jean-Paul Sartre, que nos habla de la “náusea” que surge en el instante de enfrentarnos con la realidad de una existencia sin propósito inherente. Para Sartre, la finitud implica que somos totalmente responsables por dar significado a nuestras vidas, en un mundo que no lo tiene por defecto.
Recordemos brevemente que “La náusea” es fundamental para entender su visión sobre la existencia y el absurdo de la vida. En esta novela filosófica, Sartre describe cómo su protagonista, Antoine Roquentin, experimentaba ese sentimiento al darse cuenta de la carencia de sentido intrínseco en la vida. Esta percepción de la existencia como algo contingente y sin propósito propio refleja la esencia de su existencialismo, donde el individuo es el responsable de crear su propio sentido.
“La Náusea no está en mí; yo la siento allí, en la pared, en los tirantes, en todas partes alrededor de mí. Esta Náusea es yo mismo”, (Sartre, 1938/2003, p. 185).
Como podemos apreciar en el pasaje citado, la náusea es una revelación del absurdo y la contingencia de la vida, es decir, una experiencia directa de su propia existencia y no algo separado de él. Puede sonar fatal y pesimista, pero es realmente un llamado a la acción y a la asunción de la temporalidad como parte constitutiva de nuestro ser: moriremos, tenemos que vivir, y tenemos que decidir por qué, cómo y para qué hacerlo.
Por su parte, Albert Camus exploró la idea del “absurdo”, donde la vida, en su fugacidad, parece desprovista de sentido. Sin embargo, es precisamente esta falta de sentido lo que lleva a Camus a afirmar la importancia de vivir con pasión y rebeldía. Tengamos en cuenta que dicho absurdo se constituye en la tensión entre nuestra búsqueda innata de sentido y el silencio abrumador e indiferente del universo. Concretamente, en su ensayo “El mito de Sísifo”, Camus plantea que el hombre se enfrenta a la inevitabilidad de la muerte en un mundo que no ofrece respuestas claras sobre el propósito de la vida: la única manera de enfrentar este absurdo es reconocerlo y, en lugar de rendirse en la desesperación, no invita a adoptar una postura de rebelión. Asimismo, la idea de vivir plenamente implica aceptar la finitud sin intentar evadirla a través de falsas esperanzas o ilusiones.
“No hay sino un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de ser vivida es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”, (Camus, 1942/2017, p. 23).
La cita anterior puede prestarse para malos entendidos, por lo cual tenemos que detenernos allí un segundo. Camus considera al suicidio como la expresión máxima de negación de la vida frente al absurdo, pero, en lugar de optar por este camino, propone una vida de conciencia plena, aunque duela. Su respuesta al absurdo es la rebelión, la revolución: elegir vivir con intensidad y crear nuestro propio propósito. Eso sí, amigos míos, esta aceptación del absurdo no implica resignación, sino más bien una apertura a vivir con un sentido de libertad y autenticidad, celebrando la vida tal como es, a pesar de su brevedad y aparente falta de significado.
“El absurdo nace de la confrontación entre el llamado humano y el silencio irracional del mundo”, (Camus, 1942/2017, p. 28).
Si vamos a intentar pensar la finitud y el sentido de la misma, no podemos evadir a Kierkegaard, aunque anterior a Heidegger, también anticipó algunos de estos asuntos al reflexionar sobre la angustia y la desesperación. Para él, la finitud de la vida es una fuente de ansiedad, pero también una convocatoria a encontrar lo eterno en lo temporal. Kierkegaard sostuvo que la conciencia de nuestra mortalidad debería impulsarnos a vivir con mayor intensidad y autenticidad.
En su obra “El concepto de la angustia”, Kierkegaard describe este sentimiento como una experiencia existencial que surge al contemplar la libertad y la finitud: para él, la angustia no es simplemente tener miedo a algo específico, sino una confrontación profunda con la libertad y el vacío de significado inherente a nuestra existencia. Este “confrontar” implica que el individuo se pare frente a sus limitaciones y, al mismo tiempo, a la posibilidad de trascenderlas, por lo que la angustia se experimenta cuando reconocemos que tenemos libertad de elegir, y con ella el peso de la responsabilidad de darle sentido a nuestra existencia. Esta libertad, combinada con la finitud, nos obliga a contemplar nuestra propia existencia y enfrentar la posibilidad de vivir con autenticidad o de sucumbir a la desesperación.
“La angustia es el vértigo de la libertad, que aparece cuando la libertad se vuelve hacia sí misma y trata de agarrarse a la finitud para no ahogarse en ella”, (Kierkegaard, 1844/2013, p. 80).
Aquí, Kierkegaard descubre cómo la finitud no sólo produce angustia, sino también una urgencia de encontrar algo eterno, algo que trascienda lo efímero de la vida: vista así, la angustia no es algo negativo, sino una invitación a otorgarle un sentido trascendente a una existencia bañada de temporalidad y teñida permanentemente por lo pasajero. O acaso, pregunto ¿por qué la gente se jura amor de por vida? Independientemente de que al final en muchísimos casos ese juramento se destroza, en ese momento concreto, se está intentando inmortalizar un sentido en dos existencias que coexisten. Lo mismo ante la pregunta ¿para qué tener hijos? Esta búsqueda de lo eterno se manifiesta en la idea de “fe”, que para Kierkegaard representa la única manera de trascender verdaderamente la finitud.
Consecuentemente, en su obra “La enfermedad mortal”, Kierkegaard analiza la desesperación como una condición que surge cuando el individuo no se reconcilia con su propia finitud y su responsabilidad de crear un “yo” auténtico. En sus palabras, la desesperación es “la incapacidad de morir” (Kierkegaard, 1849/2009, p. 49), revelando de esta manera cómo nos desesperamos al rechazar la finitud y la contingencia de nuestra existencia. Pero hay más, queridos desesperados, puesto que esta forma de vida no implica simplemente una pérdida de esperanza, sino una incapacidad de encontrar un propósito genuino y auténtico en el contexto de la vida finita.
La lucha de Kierkegaard, que tranquilamente podría ser también la nuestra, se basa en la aceptación de la finitud para encontrar lo eterno en lo temporal: estamos hablando de ese cliché de autoayuda que indica que cada momento con significado es sagrado: el beso del primer amor, el abrazo de un hijo, el orgullo de un padre, el amor de un hermano no son, en absoluto accidentes sino maneras sublimes de enfrentar la mortalidad y de encontrar en esos instantes razones para vivir con dignidad y plenitud.
“La vida solo puede entenderse mirando hacia atrás, pero debe vivirse mirando hacia adelante”, (Kierkegaard, 1843/1992, p. 33).
Por último, acudiremos a Viktor Frankl, quien aborda la finitud desde una perspectiva más esperanzadora. En su obra “El hombre en busca de sentido”, describe cómo la aceptación de la mortalidad y la conciencia de la muerte pueden motivarnos a encontrar sentido en cada momento. Para él, la vida en su carácter de efímera no es un obstáculo, sino más bien una preciosa oportunidad. Aceptar que vamos a morir nos impulsaría a descubrir un propósito personal, incluso en las circunstancias más adversas: esta perspectiva intenta añadir trascendencia a la finitud, invitándonos a vivir de tal manera que dejemos un legado de significado y propósito.
“Nosotros mismos somos los responsables de responder a las preguntas que la vida nos plantea, de cumplir con las tareas que nos asigna”, (Frankl, 1946/1985, p. 115).
En fin, queridos lectores, llegados a este punto es momento de preguntarnos: ¿por qué el ser humano evita reflexionar sobre su finitud? Esta negación no es casual ni tampoco inofensiva en absoluto. Eludimos pensar en nuestra mortalidad, quizá porque reconocemos instintivamente que, al hacerlo, nos enfrentamos con nuestra propia vulnerabilidad y fragilidad de todo lo que consideramos “importante”. El temor a la muerte se traduce, claramente, en una evasión constante de nuestra condición finita, que se manifiesta en una vida dominada por lo estúpido, lo efímero y lo superficial. Vivimos como si fuéramos inmortales, postergando siempre lo que es verdaderamente significativo, dejando de lado el auténtico propósito de nuestra existencia y sustituyéndolo por basura trivial y entretenida.
Ya hemos escrito sobre esto, pero el público tal vez se renueva: la banalidad y la trivialidad se han convertido en refugios seguros y confortables para aquellos que prefieren no enfrentar la incertidumbre de la vida y el carácter efímero de su existencia. Nos distraemos con el ruido y la superficialidad, rodeándonos de bienes materiales innecesarios y entretenimientos huecos y fugaces que nos alejan de la posibilidad de sentir la precitada angustia existencial (o sea, pensar, de verdad).
En este sentido, nuestra cultura posmoderna no ha hecho otra cosa que desarrollar una verdadera adoración del sinsentido burdo pero divertido, desde el culto a la patética e inexistente “eterna juventud” y la apariencia plástica e inflada con Botox hasta la constante búsqueda de aprobación en las redes sociales. El consumo de estos símbolos vacíos de sentido parece proporcionar una ilusión de permanencia, al menos, de una vida bien gastada mientras que la carcaza aparenta estar bien conservada. Sin embargo, esta superficialidad es sólo una máscara que intenta tapar una realidad mucho más profunda: al ignorar que vamos a morir, eludimos también la responsabilidad de vivir con un sentido auténtico.
El reto filosófico de enfrentar nuestra mortalidad no es, entonces, un llamado a la desesperación, sino a la autenticidad y al propósito: al aceptar nuestra finitud, se abre la posibilidad de vivir de forma más plena, más consciente (o sea, menos vacía, menos sosa), pues reconocemos que nuestro tiempo es extremadamente limitado y que, por ello, debemos aprovecharlo de la manera más significativa posible. Allí se encuentra la libertad, justamente, en la aceptación de nuestros límites, puesto que son ellos los que revelan la capacidad de decisión que tenemos ante la pregunta ¿cómo quiero vivir lo que me queda de vida?
Ante lo anteriormente expuesto, es preciso indicar que el terror a la muerte y a la vejez sólo tendría sentido cuando uno ha pasado por la vida, pero no ha vivido, cuando uno existió sólo para sí mismo y para nadie más, cuando se ha habitado en un lugar, en lugar de morar en un hogar. La desesperación que causa pensar la finitud no se sustenta en el hecho de tener que morir, amigos míos, sino que el terror debería radicar en el hecho de haber vivido en vano.
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