Si, como decía Octavio Paz, “lo poético es la poesía en estado amorfo”, poco tiene ya la vida en el planeta para ofrecer a la voluntad del poeta. Me refiero a aquellas circunstancias ajenas a quienes escribimos que potenciarían nuestra fuerza creadora. Si siempre hubo guerras, masacres, ignorancia y anomias; egoísmo, estupidez y continúa la lista de los estragos, hoy todo se amplificó: aumentaron las poblaciones pese a la indigencia; los fanatismos disfrazados de “racionalidad” convencen a cualquiera y los medios masivos lo reproducen, con lo que si bien los dramas y tragedias no pertenecen exclusivamente a la época, nuestra percepción nos haría creer lo contrario. Sobre todo, si nunca como hoy, la locura ha simulado mejor cierta “normalidad”, a punto de que muchos ciudadanos naturalizan, resignados, la barbarie y confunden “instituciones democráticas” con burocracias ineficientes; “república” con acidez política compartida, mala educación y hasta deplorables insultos.
Los lectores y gustadores del arte también participan de la fragmentación individualista que supimos conseguir y de la mecanización al que todo sujeto en sociedad se expone, debido a una idealización infantil de la tecnología y la ciencia. Acaso inadvertidamente, mediante engañosas argucias políticas, spots publicitarios básicos y discursos apocalípticos en las redes, las artes contemporáneas, la literatura, la poesía parecen haber quedado rezagadas a una práctica de insulares. Si la crítica literaria quedó en manos de influencers, y la psicología y el psicoanálisis, a la buena de Dios, es decir a manuales de autoayuda, a tarotistas, y a presuntos profesionales del coaching, que diagnostican, contundentes, angustia y ansiedades, prometiendo remediarlas “cuanto antes”, queda poca esperanza para la profundidad y el buen gusto.
Las lecturas si no distópicas, provistas de un lenguaje más metonímico que metafórico, puramente descriptivo y violento, estimulan a que los autores dediquemos nuestra creatividad a inventar futuros disparatados e inciertos. (Cuando menos, unos pocos lúcidos cierran sus historias de ciencia ficción con algún optimismo, aunque a veces, este parece una mera ilusión infantil más que otra cosa). Total, que como los fanatismos encuentran su cauce a toda hora, escritores, artistas y espectadores, todos, parecemos ser una suerte de George Orwell posmodernos (sin las vicisitudes políticas, claro, que sufriera el conocido narrador y ensayista). La futurología, se encuentra, en fin, a la orden del día…
Desde luego y en tanto convivimos en sociedad, ninguno de nosotros está excluido de la barbarie, aun cuando nos resistamos a formar parte en la realidad de bandos políticos antagónicos, de los engaños improvisados a las masas, las “curas” milagrosas sin santos ni creencias y de las mentiras, las grandes, retóricas mentiras. Lo cierto es que la trascendencia supuesta de las obras se dificulta cada vez más, aunque nos inviten y viajemos, pongamos lucidez al proceso de la creación y lo tramitemos con obsesiva dedicación. Si no circulamos, debatimos, compartimos espacios y posteamos fotografías en las redes, no nos publican, no nos leen, no compran nuestras obras. Más claro, échale agua. No, lo que aquel cinematográfico viento se llevó, sino la imagen vigente, que continuará robándonos, como prótesis inevitable, eso que solía denominarse “principio de realidad”…
Las cosas de antes tampoco eran mejores: hablando de literatura, durante el siglo XIX a Stéphane Mallarmé le editaron 195 ejemplares y dicen que Charles Baudelaire vio publicados 1100 de su poemario; todo, un milagro. En el XX, cuentan que Ricardo Güiraldes vendió tan poco el primer tiraje de su “Don Segundo sombra”, que arrojó los ejemplares restantes al aljibe de su estancia en San Antonio de Areco. En el Siglo XXI, en comparación con la cantidad que se escribe y se edita, unos pocos premiados son divulgados y estudiados en los centros académicos (ignoro si leídos por el “gran público”, que comprar, compra…).
De momento, sería necio negar que el pensamiento simbólico de antaño está dejando de existir, sustituido por el pensamiento lateral a pasos agigantados, por lo que es dable afirmar que triunfa la “literalidad” en la lengua. Quedan centros de reflexión, como las universidades, las escuelas, ¡los hogares!... Ferdinand de Saussure tampoco estaría feliz en la época: hace tiempo que las mónadas habían sido desechadas por aquello de que siempre existe una intermediación entre el objeto y la palabra que lo designa, pero se involucionó, y la denotación parece haber vencido a la connotación…
La percepción ha invadido, en efecto, sin culpa alguna a la razón y el inconsciente es negado con alevosía, incluso (y sobre todo) por “la ciencia”: cuanto más te apegues a la materialidad de la existencia, menos debatibles se tornarán las conclusiones de tus “objetivadas” investigaciones, saldrás ileso... Por su parte, el arte conceptual ya no es disfrutado como durante los años 60: demasiado con que se interpreta y enseña a los antiguos, medioevales, etcétera. El surrealismo pasó a ser una suerte de vieja y abandonada demencia, excepto Salvador Dalí, quizá debido a su avida dollars (André Breton).
Menos se educa e interpretan los textos, más banalidad se consume. Como si los libros, el arte y el pensamiento fueran mercadería a exhibir al mejor postor en góndolas y quioscos. Total, parece ser más conveniente invertir millones en las grandes marcas, los diseños personalizados suntuosos y en las obras de arte y antigüedades de colección: aseguran futuras garantizadas “rentas”. Así, los libros de artista, los poemarios, los textos filosóficos, la literatura no se llevan la mejor parte en las decisiones de compra de los lectores y usuarios. Necesitan, para ser sostenidos, de costosas estrategias de márquetin, canjes publicitarios que no se encuentran a todo alcance y loables esfuerzos personales, como la concurrencia asidua a congresos, festivales, charlas de café, en escuelas y universidades. La circulación de artistas y autores, a menudo desmedida y otras, no tanto, se convierte al fin en un valor agregado. Pululan los gestores culturales, las tutorías literarias, los encuentros en asociaciones y teatros, las fiestas.
Hace muchos años, un filósofo sueco, de origen español – el lingüista José Luis Ramírez García, un sabio que tuve la suerte de conocer- me decía, un poco en serio y otro poco, en broma: “cuántos Aristóteles habrá habido en la antigua Grecia sin que lo sepamos hoy”. Yo no creo que el planeta cambie para mejor. Menos lo hará cada singular sujeto. Sin embargo, a quienes gozamos aún del don divino de la palabra y de los ojos para ver, leer, gozar y de la energía de mente y espíritu para interpretar pregunto: ¿no será más plausible elegir los textos del arte, la filosofía, de la narrativa y la poesía según nuestros gustos y conciencia, evitando la mediación del márquetin y del improvisado boca-a-boca?
El prestigio (todavía) no es sinónimo de banal celebridad, de repetición al infinito de ideas y contenidos sinsentido, aunque a tal fama se la adorne con disimulada retórica... ¿Y si intentamos decidir según nosotros mismos a partir de ahora, confiar en nuestra experiencia y sistema de creencias?
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