En una pequeña isla de Nueva Inglaterra, donde los vientos y el mar se encuentran en pactos eternos, nació Maria Mitchell. Era un primero de agosto del año de 1818 en Nantucket, una isla a unos 50 km al sur de Cape Cod, en Massachusetts, Estados Unidos, cuna de balleneros y lugar de sal y espera, fue también el hogar de esta mujer que en plena noche decidió mirar hacia arriba, no hacia el océano como todos, sino al vasto cielo.
Creció en una familia cuáquera que valoraba el conocimiento y la sensatez. Allí, entre los cronómetros y sextantes de su padre, un astrónomo aficionado y maestro, aprendió desde niña a no temer a las incógnitas, ya fueran las profundidades del mar o los misterios del cielo.
Fue astrónoma, bibliotecaria, naturalista y docente. Apenas con diecisiete años, ya calculaba eclipses junto a su padre, ayudándole en sus estudios para los balleneros, que dependían de las estrellas para establecer sus rutas.
La destreza que mostró con las matemáticas y el manejo de los instrumentos astronómicos le abrió un camino insólito para una mujer de su tiempo. Y así, en una noche de octubre de 1847, mientras otros dormían, Maria miró por su telescopio y encontró algo nuevo: un cometa que, de tan fugaz, se le escapaba a los ojos de los hombres, pero los suyos de joven mujer lo vieron. Fue el primero que una mujer americana había descubierto y el rey Christian VIII de Dinamarca le otorgó una medalla de oro, reconociendo el hallazgo que desde entonces se conoció como el "Cometa de Miss Mitchell".
Maria, con esa tenacidad que parecía heredada de las propias mareas, continuó trabajando, primero como bibliotecaria en el Nantucket Atheneum y luego como astrónoma profesional en el recién fundado Vassar College. Fue allí, en 1865, donde comenzó su labor como profesora, marcando un hito al ser la primera mujer reconocida mundialmente en la astronomía profesional y la primera en ser admitida en la Academia Americana de Artes y Ciencias.
Pero no solo enseñaba ciencia, desde sus clases, al igual que en sus charlas con otros intelectuales de su tiempo, inculcaba una filosofía de libertad y fortaleza, alentando a sus estudiantes a pensar como astrónomas, a romper con los límites que el mundo les imponía.
El hogar de Maria Mitchell fue, desde sus primeros días, un lugar donde las palabras y el conocimiento se veneraban casi como una religión. Hija de Lydia Coleman, bibliotecaria de profesión, que trabajaba en dos bibliotecas; y de William Mitchell, maestro de escuela y astrónomo aficionado, la joven Maria aprendió de estos cuáqueros, austeridad y disciplina, la educación y el trabajo tenían el mismo peso que los propios principios religiosos y morales.
Ella era la tercera de diez hermanos y aprendió pronto que el saber era el único bien que no se doblegaba ni se perdía en la vorágine de los tiempos. La fe cuáquera que regía su hogar valoraba el aprendizaje y la curiosidad, y su madre, con acceso a los recursos de aquellas dos bibliotecas, fue su primera maestra, siendo de su padre, William, de quien tomó su interés por las estrellas y la tierra que sentía como una misión personal.
William Mitchell, hombre riguroso y sin pretensiones, fue quien puso en las manos de Maria sus primeros instrumentos de astronomía: cronómetros, sextantes, telescopios refractores sencillos, incluso un telescopio Dollond, con los que la instruyó para que aprendiera a manejar las herramientas del cielo.
Mientras la pequeña isla de Nantucket se adormecía bajo el viento salado y el sonido de las olas, Maria, de la mano de su padre, se adentraba en el arte de leer los astros, calculando distancias y midiendo tiempos como quien intuye que en esos datos y coordenadas se encuentra algo más grande, algo que da sentido a la inmensidad del universo y a la pequeñez de quien lo observa desde un rincón de Nueva Inglaterra.
Maria Mitchell, sentada bajo la cúpula del Observatorio del Vassar College, aparece junto a su alumna Mary Watson Whitney, quien se encuentra de pie a su lado. La imagen, tomada hacia 1877, captura un momento en el que la maestra y su discípula comparten el espacio de observación que tantos secretos del firmamento les revelaría.
Mitchell nunca dejó de buscar respuestas ni de desafiar las injusticias. Fue amiga de figuras como Elizabeth Cady Stanton y luchó, como ellas, por el derecho de la mujer a la educación. Enseñaba a sus alumnas que el universo era un buen recordatorio de lo pequeños que eran los problemas de la Tierra. Al mirar las estrellas, les decía, una podía darse cuenta de la inmensidad y, en esa inmensidad, encontrar el valor de cada esfuerzo.
Murió en 1889, el 28 de junio en Lynn, a los setenta años, dejando una herencia que no era solo científica. Su vida fue ejemplo de una fuerza sin concesiones, de una mujer que, en un mundo de hombres y océanos, escogió desafiar la norma y dedicarse a un saber tan vasto como el cielo que miraba.
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