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​El fuego de la vergüenza

Se han derribado valores que parecían intocables como la fortaleza de la dignidad y de la honestidad, y todos esos corruptos, vividores de lo público, se pasean insolentes antes las cámaras
Vicente Manjón Guinea
viernes, 13 de diciembre de 2024, 09:25 h (CET)

Dijo Sócrates, antes de tomarse la cicuta, que la verdad se identifica con el bien moral, es decir que quien conozca la verdad no podrá menos que practicar el bien. Por lo tanto, quien conoce lo recto actuará con rectitud y el que hace el mal es por ignorancia.


SOCRATES


Sin embargo, el siglo XXI ha perforado todos los cimientos de la cultura clásica. Los pilares sobre los que, supuestamente, se habrían ido edificando nuestras creencias en favor de la humanidad, han sido dinamitados. El que hace el mal no solo no lo hace a sabiendas que lo hace, sino que además se procura que sus fechorías estén protegidas de cualquier tipo de justicia o señalamiento.


Hoy en día se ha perdido la vergüenza de la misma manera que se ha perdido la moral y la ética. En estos tiempos que corren, entremezclados con la gente de bien, uno puede encontrarse a cualquier sujeto acusado de las peores corrupciones como si nada. Incluso se ha llegado a la desfachatez de que los programas de televisión invitan a dichos individuos para que blanqueen su denigrado honor que, por otro lado, jamás les ha importado no tenerlo.


Antiguamente, la vida de los hombres se centraba en valores como la dignidad, la honestidad, el respeto y el gusto por las cosas bien hechas. Parece ser que ahora nada de eso importa. El dinero lo ha corrompido todo. Ha anegado de estiércol la política y la justicia. Precisamente los primeros en dejarse embadurnar.


Vivimos un momento en que los autónomos y los asalariados sufren el ver en riesgo continuo la existencia de su pequeño negocio porque las ganancias no les rinden para cubrir los impuestos que, finalmente, no repercuten en beneficios sociales, sino que solo sirven para alimentar a los vividores, a la corrupción y a su impunidad. Esa falta de ética de unos cuantos individuos, cuya única motivación es la avaricia, empuja hacia una zozobra sin fin, sin importarles que el barco se hunda. Les trae sin cuidado que el remero caiga desfallecido porque no le quedan más fuerzas para seguir adelante.


Pero qué más da. Ellos, los corruptos, los elegidos de la «casta» política, son los primeros en abandonar el barco, como las ratas, mientras los desafortunados se ven abocados a bracear en las aguas profundas. Interinos sin derecho a indemnización tras haber trabajado en la administración durante más de veinticinco años. Sustentados por esas mismas instituciones, en fraude de ley, porque precisamente así lo han querido esos esquilmadores. Esas instituciones que tienen unas leyes para ellos y otras muy distintas para el sector privado. Esos políticos a quienes se les llena la boca de proclamas panfletarias como rebajar la jornada laboral y que por otro lado niegan las justas indemnizaciones a personas que han dejado su vida en un trabajo y que con su esfuerzo y sus impuestos les ha sustentado su buen vivir.


Ellos, los elegidos, los faltos de vergüenza y de ética, se valen de fraudes en el IVA, de licencias pre concedidas bajo cuerda, de violentar la separación de poderes del Estado, para llenarse los bolsillos y vaciar, en su propio beneficio, las arcas destinadas a la ciudadanía. Son capaces de lanzar globos sonda dando a entender que, el pobre ignorante trabajador, ni siquiera tendrá derecho a una pensión porque la saca de ahorros de miles de ciudadanos durante años ha sido empobrecida con el único fin de seguir pagando su fiesta de disfraces. Esa música y esa francachela de políticos y viles sindicalistas que danzan al son del dinero. Como bufones sentados a la mesa del poder. A la izquierda y a la derecha.


Un tenderete creado donde los corruptos viven en la impunidad o se auto indultan, y, sin embargo, el grito alzado de a quién le han arrebatado todo se considera subversivo. Esa es la sociedad que han creado. Con su neolengua, como dijera Orwell, creada para corromper el pensamiento y hacer aceptable su proyecto de control del poder. Un idioma tremendamente efectivo para manipular la mente de las masas. Una perversión del lenguaje capaz de las perores cobardías que pueden ser defendidas simplemente cambiando las palabras, o dando un giro de opinión según convenga. Como nuestra pizpireta y flambeada ministra María José Montero. La cual, acompañada de sus habituales contorsionismos grita ofendida «pongo la mano en el fuego». ¿En qué fuego? ¿En el que no tiene consecuencia alguna? ¿En el fuego ignífugo de la desvergüenza?


La ley y ese Estado de Derecho del que tanto nos hablan, solo existe para algunos. Así lo escribió Rousseau en el Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres. El hombre es naturalmente bueno, y es la sociedad la que le corrompe y degenera. Y siempre con la tentación de abusar de quien tiene menos. De quien se sitúa en el último escalafón de la pirámide.


La terrible cuestión de todo esto es que siempre se ha tenido claro, desde el Feudalismo, desde el Absolutismo, desde los tiempos de la Revolución Industrial, que el dinero y el capitalismo era un monstruo voraz. Sin embargo, gracias a nuestros egregios líderes de trazas populistas, a nuestras barrigas agradecidas de subvencionados sindicalistas, el ciudadano común se ve abocado al desamparo.


JUSTICIA


Se han derribado valores que parecían intocables como la fortaleza de la dignidad y de la honestidad, y todos esos corruptos, vividores de lo público, se pasean insolentes antes las cámaras y ante los propios ciudadanos con los bolsillos llenos, con la sonrisa y el desprecio hacia quienes los señalan. Con el amparo de haber generado la degradación de los tribunales y el descreimiento de la justicia.

De haber comprado los medios de comunicación para sus propios intereses con el dinero público. Han provocado la sensación en la ciudadanía de que la democracia es un sistema incapaz de investigar y condenar a los culpables, a los corruptos de cuello duro y de carteras ministeriales o diputaciones al uso. A esos que sientan sus posaderas en el cuero del Congreso y del Senado. Insisto, a izquierda o a derecha.


Aunque seamos incapaces de verlo, todos esos tipos que tan alegremente se mueven en los débiles resquicios de la democracia están generando un caldo de cultivo hacia la desesperanza. Hacia el desánimo y el pesimismo de la gente. Y nadie imagina que detrás de todo eso viene la ira, la cual permanece apaciguada, hasta que una circunstancia inesperada hace que brote como un torrente incontrolado. Como una DANA.


Y en estas circunstancias, lo verdaderamente temeroso, no es que los ciudadanos estallen y manifiesten su indignación, lo verdaderamente temeroso es que todo aquel hartazgo sea canalizado por uno de tantos populistas que acechan agazapados el momento para decir hasta aquí hemos llegado.

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