Nuestra época, más que ninguna otra, tiene necesidad de apiñarse corazón a corazón, para sentirse familia y reconocer el calor de hogar, tan preciso e imprescindible para este tránsito viviente. Se hace indispensable, recuperar por parte de todos la conciencia de la primacía de los valores morales, si en verdad queremos retornar a comprender que nada somos por sí solos. No podemos caminar desprendidos de vínculos, somos una comunión de personas que nos requerimos entre sí, mediante un conjunto de relaciones conyugales, de filiación o de fraternidad. En suma, que todo se vivifica por el amor, fundamento y alma de las conexiones. El referente está ahí, es lo que ahora estamos celebrando, en todo el planeta con espíritu gozoso.
Abramos los ojos y vayamos a la hondura de la conmemoración. Desde la humildad de un pesebre, donde en la Noche mística nos nace el niño que todos llevamos dentro, porque es nuestro propio Salvador, envuelto por una gran reserva de vínculos progenitores, que son los que nos han dado existencia y consistencia, nos enraizamos al tronco de la vida, que nos ofrece una oportunidad providencial de regresar al verso y a la floreciente palabra palpitante. Tenemos que cultivar el proyecto contemplativo y glorificarnos unos en otros, para poder regresar a quien nos entregó la savia, con la inspiración del buen hacer y mejor obrar. Recogimiento y plegaria, comprensión y respeto mutuo, autenticidad y espíritu de sacrificio, trabajo y solidaridad son los rasgos de la familia de Nazaret.
Sigamos, por tanto, esta ruta trazada por los venerables antecesores en nuestros hogares, convencido de que las familias están llamadas a ser signo de unión y de unidad para el mundo, para poder testimoniar ese orbe armónico del que estamos tan necesitados y queremos abrazar. Sabemos que el espíritu mundano, empleando cada vez mayores incentivos para distanciarnos, trata de convencernos endiosándonos en un hacer absurdo de vicios y vacíos, que nos deshace el alma. Ojalá aprendamos a mirarnos y a vernos, con segura confianza e indudable alcance, el testimonio de la Sagrada Familia que Jesús santificó con inefables virtudes. Bajo esta luz de bondades, habita el secreto de la verdadera concordia y de la permanente mansedumbre, que hoy requerimos como jamás.
Mi pensamiento se dirige sobre todo a la juventud, sostén de la sociedad y esperanza viva, a que formen un hogar y se revelen contra los egoísmos, que nos desequilibran por completo. Precisamente, esta interdependencia, cada vez más estrecha y vinculante, fruto de la globalización, debe hacernos repensar colectivamente hasta fraternizarnos, para poder implicarnos en los derechos y obligaciones que miran a todo el género humano para su cumplimiento. De lo contrario, la barca se hundirá por falta de respeto y abundancia de armas a bordo. En consecuencia, si en verdad vivimos estas fechas de amor en sano proceder, nos daremos cuenta de que la familia de Nazaret es la mejor referencia, por su singular aptitud vinculada a la misión del Hijo de Dios.
En efecto, todos tenemos una misión por aquí abajo, que no es otra que hacer familia. Por todo este cúmulo de acciones, hoy damos gracias a Dios, pero también a la Virgen María y a San José, que con tanto fervor y disponibilidad cooperaron al plan de salvación del Señor. Esta es la verdadera reorientación que hemos de tomar para conciliar lo que parece irreconciliable. Ojalá que el Redentor, nacido en Belén, nos inspire hacia ese cambio, con la serenidad y la fuerza necesaria para avanzar unidos por el horizonte apropiado. Sea como fuere, no podemos dejar que el amor, la apertura existencial se trunque y los lazos se desvirtúen. El primer empeño comienza por uno mismo. Es la hora, pues, de dejarnos asombrar por quien camina a nuestro lado, a pesar de nuestras continuas torpezas.
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