Comúnmente entendemos por “desidia” a la actitud que denota carencia de voluntad o descuido por inatención al momento de realizar una actividad. Su raíz etimológica, el verbo latino “desidere” da nacimiento a esta actitud, pero también, paradójicamente, a su antónimo “deseo”, motor del accionar en muchos casos. Hoy nos centraremos particularmente al primer significado, el que en su traducción del latín denota literalmente “abandonar el asiento”, “dejar el puesto”, ya que consideramos que es ésta la ilustración fidedigna y personificada del status quo establecido en el estado que se encuentra la tan vapuleada democracia actual.
En ocasiones previas hemos mencionado que el “mal banal”, propio del poder burocrático que reemplaza las balas y granadas de la guerra por una sucesión interminable de trámites y sutilezas administrativas que literalmente quiebran la voluntad de cualquier simple mortal. Pero el concepto que traemos hoy sobre la mesa de discusión nos interpela a todos, estemos de un lado u otro del escritorio, puesto que si bien se suele hablar de “desidia” para adjetivar la actitud de personas que son tremendamente flojas y equívocas en su trabajo y, en particular, para referirse al accionar de funcionarios públicos, también debemos aplicarlo para su contraparte, a saber, quienes vemos claramente la ineficiencia y el voluntario mal actuar, y lo naturalizamos, miramos para un costado o proferimos derrotismos como “así son las cosas, nada puedo yo hacer”.
Sería estupendo y entretenido poder escribir solamente de la total falta de compromiso que denota el accionar político a nivel global, o sobre la grotesca y violenta carencia de eficiencia e interés por el bien común de nuestros funcionarios, los cuales parecen haber llegado a su silla por un halo del destino, pero no, salieron de la misma sociedad suya y mía. Como siempre sostenemos, los políticos no provienen del “planeta político” y mucho menos de una col, o como decimos en Argentina, repollo, sino que hacen epifanía en su único acto carente de desidia: el querer participar y estar en lugares de poder cuando la gran mayoría de sus conciudadanos han abandonado el deseo de siquiera pensarse capaces de hacerlo (tras la renuncia voluntaria de participación, siempre se cede un espacio a otro que está totalmente dispuesto a ocuparlo).
Pero no. Dedicarle líneas a los listillos ocasionales, a los bandidos oportunistas que les tocó estar circunstancialmente con la lapicera, no es nuestra intención, puesto que intentaremos comprender la relación dialéctica que se produce entre el desinterés ciudadano y la total ineficiencia gubernamental, puesto que una cosa alimenta a la otra inexorablemente. Para ello tomaremos, en primer lugar, una reflexión que nos hace llegar el gran poeta maldito Baudelaire, al indicarnos que es el aburrimiento el responsable de la consumación total de la voluntad y el interés humano por actuar decentemente y en pos de un sentido vital, y lo expresa magistralmente:
“Mas, entre los chacales, las panteras, los linces, Los simios, las serpientes, escorpiones y buitres, Los aulladores monstruos, silbantes y rampantes, En la, de nuestros vicios, infernal mezcolanza. ¡Hay uno más malvado, más lóbrego e inmundo! Sin que haga feas muecas ni lance toscos gritos Convertiría, con gusto, a la tierra en escombro Y, en medio de un bostezo, devoraría al Orbe; ¡Es el Tedio! – Anegado de un llanto involuntario, Imagina cadalsos, mientras fuma su yerba. Lector, tú bien conoces al delicado monstruo, -¡Hipócrita lector- mi prójimo-, mi hermano!
Lo que el poeta nos expresa es trágicamente real y sencillo: la actitud de desidia que se carga miles de vidas a diario (matando por omisión de interés) es fruto del “aburrimiento” propio del nihilismo de la indistinción, al cual en este caso debemos interpretar como la actitud de indiferencia total respecto al mundo al que uno forma parte, caracterizado en el tan promocionado prototipo de persona a la cual le interesa poco y nada la vida, la muerte y la remota existencia de cualquier ser fuera de su propio ser (publicitariamente, es el sujeto por excelencia, el posmo consumidor progresista).
Como podemos apreciar, no se trata simplemente de una actitud de desgano fruto de un cansancio totalmente comprensible, sino de un abandono voluntario a cualquier tipo de interpretación estimativa del mundo y de la vida. Que a nuestros jóvenes y adolescentes les dé exactamente lo mismo cualquier y toda cosa, es muestra clara de ello: nada puede movilizar a nadie puesto que se ha logrado vaciar de contenido toda pretensión desiderativa que intente dar sentido a la existencia, lo cual no puede sino provocar una profunda y lamentable (tangible, claramente) desvinculación entre las personas y el mundo del que forman parte.
El origen de la inutilidad naturalizada, es decir, de la desidia, es ese aburrimiento que denunciaba Baudelaire, el cual no responde en absoluto al significado literal de su etimología ("ab-borrere", "temer o tener horror de..."), sino más bien lo contrario, puesto que se trata de una actitud vital que ante el borrado total de un horizonte de sentido, se presta románticamente a una postura petulantemente violenta, que no es nada más y nada menos que el desinterés por lo común por sentirse "más allá" de todo sentido. Puede sonar cool, pero créanme, es una postura patética, egoísta y tremendamente peligrosa.
Concluimos la presente escueta reflexión indicando que no se debe confundir el aburrimiento en el sentido precedentemente explicitado con el escepticismo o con la desconfianza de "lo dado". El personaje desidioso es particularmente perezoso no sólo en la acción misma, sino también en el sentimiento diletante de considerar que incluso la emisión de juicio alguno es totalmente inútil e intrascendente. De ello podemos dar cuenta todos los mortales que nos hemos cansado de escuchar en el transcurso de nuestra vida justificaciones vacuas del silencio y la inacción militante: "no te metas"; "no opines"; "no publiques"; "no digas lo que piensas"; "no te expongas"; "no participes"; "no juzgues"; "no critiques", son todas ellas, básicamente, una censura permanente y vigente a una vida reflexiva que pide a gritos participación y pensamiento a la vez que recibe palo y censura por ello.
Pues bien, el camino de la filosofía no diletante siempre será ese: nadar contra la corriente del sinsentido propio del nihilismo deconstructor posmo progre, ofreciendo siempre la resistencia que la razón no falla jamás en brindar.
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