Los moradores de este mundo tenemos que cohabitar unidos, hacer las paces entre sí y con la naturaleza, sentirnos familia para poder coaligarnos con ese orbe natural del que constituimos cuota, porque si no lo hacemos, nunca reencontraremos sosiego internamente. Quizás tengamos que unificar criterios, juntar latidos, crear espacios donde poder sentirnos acogidos, amados, reconciliados y alentados a vivir en comunidad. No importa que los rostros sean diversos, ni que los rastros dejados sean iguales. Lo importante es entendernos y asistirnos, confluir en ese equilibrio que nos hermana, auxiliarnos para llevar a buen término esa transformación necesaria que ha de fortalecernos, en base a principios y formas positivas que, sin duda, es lo que contribuye a que avancemos humanamente, porque el bien del otro es también el nuestro.
Hemos de entrar en comunión, no en guerras; en desprenderse de uno mismo, no en egoísmos; en cultivar el amor, no el odio. Efectivamente, nos conviene repensar en la espectacular maravilla de la naturaleza, de la que todos formamos porción, y ver el modo y la manera de armonizar ese mundo viviente, cuya supervivencia está ahora en nuestras manos. Protegiendo aquello que nos circunda, está visto que además nos estamos protegiendo a nosotros mismos.
En consecuencia, necesitamos una sacudida de entusiasmo, de profunda fascinación por el espacio existencial, lo que nos exige practicar el corazón en todo instante. En ningún tiempo, nos debemos dejar sustraer el ideal del amor fraterno, puesto que nos hará bien, hasta para alegrarnos de los frutos ajenos, que son de todos. Por ende, nos encaja retomar los acuerdos entre nosotros, sobre todo para que cesen algunas patologías que sobrellevamos como humanidad.
Me refiero a ese juego verdaderamente mortificador, donde el poderoso se come al más débil, y se queda tan tranquilo, como si no hubiera sucedido nada. Tampoco se puede tolerar por más tiempo el derroche de algunos, mientras otros se mueren de hambre. Por si fuera poco, también cada día son más los migrantes y refugiados que afrontan una infinidad de violaciones en su camino. Así, bajo esta injusta atmósfera, en absoluto podremos cosechar concordia en nuestro interior.
Indudablemente, aparte de que los Estados deban garantizar asistencia social y prestación de servicios esenciales a las personas que los requieran, y donde se hallen, la responsabilidad en mayor o en menor medida nos incumbe a todos, lo que nos exige estar de servicio por si alguno nos demanda cooperación, ya que nadie está a salvo de nada. Lo armónico jamás nos viene dado, hemos de trabajarlo con el acercamiento y la conciliación de discordancias.
Todas estas crisis profundas que atravesamos, nos impiden superar nuestras propias batallas. Es cierto que no son nuevas. Siempre nos han acompañado. Tal vez tengamos que aprender a reprendernos. Ahí comienza todo, en nuestra propia pasividad, en los espacios de poder y de endiosamiento mundano, en lugar de ofrecer la vida por los demás, que es lo que verdaderamente engendra mansedumbre en el alma. Lo que nos falta es, justo, ese estado dócil y dúctil. Cualquier contienda, siempre es una acción humana interesada, que nos lleva al territorio de los absurdos. Deberíamos haber aprendido que la tierra es de todos y de nadie en particular. Los mismos recursos de arena no son infinitos y tenemos que utilizarlos de forma inteligente. En esta vida todo requiere intelecto y mesura.
Por desgracia, cada aurora son más los focos terrestres o marinos de angustia y dolor insoportables. Estamos en la zona de tormento constante, a pesar de contar con los buenos propósitos de los derechos humanos y del derecho internacional, pero nos falta en nuestro andar algo tan esencial como líderes que estén a la altura de los valores que han prometido defender y una ciudadanía, de la que todos somos parte, que tampoco sabe despojarse ni desarmarse para poder abrazar al análogo. Gobierne la cultura del abrazo, pues, y rija el abecedario de la conciencia.
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