La Semana Santa está ahí, entre nosotros, evocando la última semana de Cristo en la tierra. Ojalá sea motivo para crear- recreándonos un diálogo fructífero, que nos haga conjugar el intelecto con la espiritualidad, ayudándonos a unirnos y a reunirnos entre diversos armónicamente, con un objetivo fundamental, que espigue la amistad y la confianza en los pulsos andantes. Es un período, por consiguiente, de reflexión. Debe serlo, porque en la historia de la salvación es una mujer la que acoge el Verbo; y además son ellas las que en la noche oscura custodian la llama de la fe, las que esperan y no se desesperan en proclamar la Resurrección. ¡Hallemos el júbilo!
Hoy más que nunca necesitamos de esa escucha, de esa acción amorosa, para entrar en sintonía con nosotros mismos, con la gestación de un orbe más justo, activando otro impulso más leal y meditativo, que comience por impulsar lenguajes que respeten y valoren las diferencias. Al fin y al cabo, lo importante es pasar por aquí abajo, reconstruyendo con humildad y coraje; no destruyendo nada, sino acogiendo siempre la novedad, con la expectativa de fraternizarnos. Así, sólo así, podremos permanecer acompañando al Crucificado e involucrándonos, en su misma misión, por la vida del planeta. ¡Concurramos en contemplativa!
Hermanarse es nuestra gran asignatura pendiente. Estamos, en consecuencia, en el momento litúrgico más intenso y de mayor apertura. Tenemos que aprovechar todas las indulgencias que el instante nos trae. No importan las creencias. Lo que si nos pertenece, a todos por igual, es dejarnos acompañar por el silencio, por los sacrificios y el arrepentimiento innato, que nos surgirá del aprender a reprendernos. Cultivar la soledad, para entrar a navegar por nuestros interiores, será un buen ejercicio de sacro septenario, sabiendo que nosotros ponemos lo visible, pero que es Dios el que nos injerta la visión y nos marca el camino. ¡Dejémonos acompañar por su llamada!
Al final del trayecto, tenemos que confluir en los perdones, en las enmiendas, para volver a injertarnos de la luz de ese poema interminable que somos. Indudablemente, todos los latidos son imprescindibles y necesarios para que el verso se conjugue como lírica perfecta. Sea como fuere, hemos de regresar a la autenticidad de la palabra, para poder salir en comunión de esta mundanidad que nos atormenta, y ver que el gozo radica en un vivir, desviviéndonos entre sí, eternamente junto al Creador. Desde que el Verbo se hizo carne es, por lo tanto, posible ver el cielo abierto, si nos dejamos penetrar del amor divino. ¡Abandonémonos de lo terrícola!
Este es el gran tiempo de la misericordia. Nos viene bien para repensar la confusión que nos invade, la prepotencia que nos degenera, o en ese amor enfermo que se transforma en violencia. Necesitamos un cambio, retomar otras rutas, donde se aprecie a la persona que camina a nuestro lado y se respete su libertad; porque, en el fondo, hay que amarla como es, no como nosotros queremos que sea. Celebremos el amor ilimitado de la Cruz y mientras hacemos pausa en nuestro diario de vida, disfrutemos del anhelo de una estación mejor, en la que también nosotros podamos ser mejores, liberados de la pandemia de maldades. ¡No es una ilusión es una esperanza!
Todo se resume en un espíritu exclamativo/penitente. ¡Hallemos el júbilo!, la fuente está en la creatividad del amor. Vayamos, pues, al amor de amar amor. ¡Concurramos en contemplativa!, que es lo que nos da sabor y gusto a nuestros días. Procesionemos, entonces, con el místico pensamiento: ¡yo le miro, y Él me mira!”. ¡Dejémonos acompañar por su llamada!, ya que, Cristo ha sido maestro de esta sintonía. En su peregrinar por aquí abajo nos lo ha dado todo, su secreto era la relación con el Padre. ¡Abandonémonos de lo terrícola!, por tanto, amparémonos en lo celeste. Esto, lógicamente, se compendia en la fe: en estar convencidos de rodearse de un amor grande y fiel del que nada nos podrá separar. La rúbrica en perpetuo, en el corazón se halla: ¡tampoco es un sueño, es una certeza!
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