La antigua frase que nos decían cuando éramos pequeños: “cuando seas padre… comerás huevos”, se convierte en peccata minuta cuando vives la auténtica realidad. Ser padre conlleva una gran responsabilidad.
Pertenezco a una generación que aceptaba la normativa paternal sin rechistar; si no había explicación plausible, los padres recurrían al “porque lo digo yo”. Respetábamos, quizás exageradamente, la figura paternal y no discutíamos sus decisiones. Ellos no habían asistido a ninguna escuela de padres y su enseñanza se basaba en la tradición. Nosotros que hemos vivido en un ambiente “más moderno”, hemos cuestionado aquellas enseñanzas y tomado la decisión de actuar más racionalmente. Hemos aguantado impertinencias, soportado rebeliones, justificado los errores de los hijos y pensando que no lo estábamos haciendo bien. A estas alturas, nos hemos convertido en cuidadores de nietos, realizadores de mandados de todo tipo, asesores financieros y chicos-chicas para todo. Pero cuidado en que no te equivoques en algo. Inmediatamente eres sometido a un juicio sumarísimo en el que salen a relucir todos los antecedentes negativos y ninguno de los positivos. Pienso que esta situación viene incluida en la esencia paternal. Nuestro Padre Dios nos perdona todo y nuestro deseo es imitarlo. Pero hay veces en que te sientes dolido, tiras de recuerdos y acabas sintiéndote incomprendido. Estas navidades, si estoy vivo, volveré a pedir perdón de mis equivocaciones paternales y a pedir un poco de “por favor”. A pesar de todo me siento muy satisfecho de ser padre. Se lo recomiendo a todos. Vale la pena. Se trata de una apasionante aventura.
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