El amor, en su forma más pura, es la esencia de la vida cristiana. San Josemaría Escrivá decía: “Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados sólo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón humano siente esos imperativos”. Estas palabras, que apuntan a la relación con Dios, también nos invitan a vivir un amor que nos haga plenamente felices aquí en la tierra, un amor que ensanche nuestro corazón. Pero ¿cómo lograr ese amor pleno, generoso y desinteresado que nos llena de alegría?
El ejemplo de Jesús y el buen samaritano: dos actitudes ante la vida
En el Evangelio de San Lucas, Jesús narra la parábola del Buen Samaritano (Lc 10, 25-37), un relato que nos ofrece un contraste profundo entre dos actitudes ante las necesidades de los demás: el egoísmo y la caridad. El sacerdote y el levita, cada uno ocupado en sus propias tareas, pasan de largo sin detenerse a ayudar al hombre herido al borde del camino. Quizá pensaron que sus responsabilidades eran más importantes o, tal vez, se dejaron vencer por la pereza o la comodidad. En cambio, el samaritano, movido por la compasión, se detiene, atiende al herido y lo cuida con generosidad, aun cuando él también podría haber seguido con sus propios asuntos.
Jesús nos muestra que, en la vida, siempre tenemos estas dos opciones: vivir centrados en nosotros mismos o abrirnos a los demás con amor y generosidad. Esta decisión tiene profundas consecuencias, no solo para quienes nos rodean, sino también para nuestra propia felicidad. El egoísmo nos encierra en la soledad y el aburrimiento, mientras que el amor nos ensancha el corazón y nos llena de alegría. Amar a los demás nos convierte en personas más felices y, en el proceso, hacemos felices a quienes están a nuestro alrededor.
El amor generoso en la vida cotidiana: pequeños gestos, grandes impactos
A veces pensamos que el amor verdadero requiere grandes sacrificios o gestos extraordinarios, pero en realidad, se manifiesta en los detalles más pequeños de la vida cotidiana. Para tener un corazón grande y lleno de amor, debemos practicar actos sencillos de caridad: pensar en los demás, ayudar a quien lo necesita, hacer favores, comprender, perdonar y estar disponibles.
En nuestra amistad, por ejemplo, podemos mostrar caridad evitando ser posesivos, respetando que nuestros amigos tengan otras relaciones. Pensar en los demás también significa hacer gestos sencillos, como no dejar a alguien solo en una mesa, recoger apuntes para una amiga que llega tarde o llamarla cuando está enferma. Del mismo modo, en el ámbito familiar, podemos colaborar en las tareas del hogar con alegría, ayudar a nuestros hermanos pequeños o compartir nuestras experiencias con nuestros padres, haciéndolos sentir valorados y amados.
Vivir el amor en lo cotidiano no solo nos acerca a los demás, sino que también nos acerca a Dios. Ser feliz en la tierra es tener el corazón grande, y lleno de amor. Cada pequeño acto de amor agranda nuestro corazón y nos permite experimentar una mayor plenitud.
San Juan Pablo II: el poder del perdón y la caridad radical
El amor cristiano alcanza su máxima expresión en el perdón. Un ejemplo impresionante de esto es el de San Juan Pablo II, quien, después de sufrir un atentado en 1981 a manos de Mehmet AliAğca, no solo perdonó a su agresor, sino que además lo visitó en prisión dos años más tarde. En un encuentro profundamente conmovedor, Juan Pablo II abrazó a quien había intentado asesinarlo, e incluso le ofreció un rosario como símbolo de su perdón y esperanza de reconciliación.
Este gesto es un ejemplo vivo de lo que significa vivir el amor cristiano en su forma más radical. Perdonar a quien nos ha herido no es fácil, pero cuando lo hacemos, no solo liberamos a la otra persona, sino que nos liberamos a nosotros mismos. Como decía el Papa: "Rezo por el hermano que me ha herido, al cual he perdonado sinceramente". Este tipo de amor no se improvisa, se prepara en las cosas pequeñas de cada día, con cada acto de generosidad y de servicio.
Abrir el corazón a Cristo: la sinceridad y la gracia
Para vivir este amor pleno, es esencial abrir el corazón “de par en par” a Cristo, como dijo San Juan Pablo II en el inicio de su pontificado. Esto implica ser sinceros con nosotros mismos y con Dios. La sinceridad es el primer paso hacia la madurez personal y espiritual. A través de ella, nos desprendemos de las máscaras que nos alejan de la verdadera libertad interior. Al ser sinceros, nos permitimos recibir la gracia de Dios, esa fuerza que suple nuestras debilidades y nos da la luz para caminar hacia una vida más plena y auténtica.
Este camino hacia la madurez es una lucha constante, una combinación de esfuerzo personal, tiempo y la gracia de Dios. No es un proceso rápido ni fácil, pero con perseverancia y confianza en el amor divino, podemos alcanzar un corazón lleno de paz, amor y felicidad.
Conclusión: para amar, hay que dar
El amor cristiano tiene una paradoja maravillosa: para tener amor, debemos darlo. Cuanto más amamos, más capacidad tenemos de recibir amor, y más plena se vuelve nuestra vida. Ser generosos con nuestro tiempo, con nuestras palabras y con nuestras acciones nos abre a una vida de alegría profunda.
La Virgen María es modelo de caridad, podemos pedirle: “Madre del Amor Hermoso, ayúdanos a tener un corazón grande, a ser muy felices nosotros y hacer felices a los demás”. Al final del día, nuestra felicidad está ligada a nuestra capacidad de amar. Y esa capacidad crece cuando seguimos el ejemplo de Jesús, del Buen Samaritano, de San Juan Pablo II, y de tantos santos que nos han mostrado que la verdadera plenitud se encuentra en el amor y en la entrega.
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