Aprendamos a cultivar la belleza, a no cansarnos de embellecer por dentro y por fuera, hasta convertir la degradación en una oportunidad más y el desorden en armonía. Lo malo de esta atmósfera putrefacta, además endiosada, es su difícil curación en un mundo cada día más perverso e inhumano. Comencemos por bajarnos de los pedestales del poder, seguramente entonces descubramos que cualquiera formamos parte de la naturaleza y que no estamos separados de ella. Desde luego, florecemos como una mera relación de pulsos en busca de vida. Así, tampoco es exagerado decir que, nuestra propia continuidad como linaje está en juego, si nuestra tierra se mantiene enferma, con el anverso interesado, en vez de ampararse en el conciliador verso y en el verbo reconciliador.
La buena noticia es que la familia humanitaria sabe hacerse piña y rehacerse, convirtiendo lo denigrante en restauración, al contar con datos e información precisos sobre el suelo para comprender sus características y apoyar la toma de decisiones informadas sobre el manejo sostenible de la superficie habitable para garantizar, de este modo, también la disponibilidad global de alimentos. Por tanto, es fundamental el compromiso de cada uno en favor del bien común y de un cambio de perspectiva, tanto en la mente como en la mirada, que ha de poner en el centro de nuestras acciones la dignidad de los seres humanos de hoy y de mañana. Ciertamente, todo se reconstruye unidos; de ahí el imperativo de la cooperación ante la multitud de injusticias devastadoras.
Realmente caminamos descarriados. Este desenfreno mundial nos alcanza conjuntamente, enfrentándonos a múltiples conflictos, al cambio climático, a lo que hay que sumarle un flagrante desprecio por el derecho internacional humanitario, lo que hace que los más vulnerables sean los que estén pagando el precio de nuestras locuras. Olvidamos que no hay existencia sin benevolencia. Esto es serio. Sin duda, tenemos que crear conciencia de lo que nos ensucia y nos hace retroceder. Las absurdas guerras son un claro testimonio de ello. Únicamente creciendo en la necesidad de que indivisos somos parte de los demás, podremos avivar luz allá donde cohabitan sombras; dando alivio a los afligidos y donando esperanza a los que sufren.
Por desgracia, la nueva evaluación humanitaria de la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios, nos acaba de trasladar unos datos verdaderamente nefastos: “de los 305 millones de personas necesitadas, sólo se llegará a 190 millones”. La indiferencia del corazón humano también es otra realidad que se añade a esta era de impunidad manifiesta; que podrá regenerarse en la medida en que activemos los vínculos y no rompamos la concordia entre la naturaleza y las gentes, así como la coexistencia armoniosa de los pueblos. Es vital, por consiguiente, que cada gobierno sepa dar las señales adecuadas a los propios ciudadanos para contrarrestar eficazmente los modos, ya no solo de vivir, también de obrar.
Ahora bien, tan solo sumando fuerzas, -insisto-, podemos construir un desarrollo integral e integrador en beneficio de la humanidad; un progreso inspirado en los principios y en los valores auténticos del espíritu donante. Para que esto suceda es indispensable convertir el actual modelo de impulso global, en un trance que nos hermane a vivir en comunión y en comunidad, sin que nadie se sienta desarraigado o excluido. Quizás necesitemos ser una generación distinta, con visión de futuro, situación engendrada de renuncias responsables, al menos para garantizar perspectivas respetuosas con el entorno natural. Por este motivo, considero indispensable que la sociedad renazca, se renueve y se refuerce en alianzas; estableciendo el respeto y restableciendo la cultura del abrazo sincero.
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