Hubo tiempos en los que la nieve roja de la Unión Soviética cubrió no solo los campos y los tejados, sino también las conciencias. Aquellos días, el árbol de Navidad, un inocente símbolo de alegría y fe, se transformó en campo de batalla ideológico. El régimen soviético, más torpe en sus ataques a la tradición que un oso con raquetas, no supo si arrancar de raíz el abeto cristiano o coronarlo con una estrella roja.
La historia comenzó en 1916, cuando el Gobierno zarista, en pleno fervor patriótico durante la Primera Guerra Mundial, decidió que el abeto navideño era una ofensa nacional, por ser “de origen alemán”. Incluso la Iglesia Ortodoxa, siempre dispuesta a corear las consignas del poder, apoyó la medida. Pero la Revolución llegó con su hoz afilada y su martillo decidido y pronto los bolcheviques tuvieron que lidiar con la Navidad de una forma que Lenin habría descrito como “dialéctica”.
Al principio, la Navidad y sus símbolos se toleraron. Incluso Lenin, padre de la revolución, fue fotografiado en 1919 y 1923 participando en fiestas infantiles con abetos adornados. Pero tras su muerte en 1924, el abeto pasó de ser un árbol inofensivo a un emblema del “capitalismo explotador”. Entre 1927 y 1934, poseer un abeto en casa era casi un acto de resistencia clandestina. Los pedagogos del régimen afirmaban que los regalos bajo el árbol iniciaban a los niños en “la religiosidad y la sumisión al capital”.
No se escatimaron esfuerzos para erradicar la Navidad. Hubo carnavales antirreligiosos, caricaturas que ridiculizaban a Died Maroz (el equivalente soviético de Santa Claus) y desfiles infantiles donde los niños portaban pancartas con consignas del estilo de “Papá, no montes el abeto, ¡léenos a Marx!”. Incluso se modificó el calendario: en 1929 se sustituyó la semana de siete días por una de cinco, complicando la vida de todos, pero eliminando los domingos cristianos.
Pero la guerra del régimen contra el abeto era tan efectiva como intentar derribar un bosque lanzando piedras. En las fábricas, los obreros seguían decorando árboles clandestinamente. Los niños, con la inocencia cruel de quienes desafían al poder, organizaban barricadas para boicotear los eventos antinavideños. Y los popes, aquellos irreductibles sacerdotes ortodoxos, instalaban abetos en sus iglesias para atraer a los niños a la fe, ofreciendo un espectáculo que indignaba a los burócratas del régimen.
En 1935, tras años de fracaso en la campaña contra el abeto, el Partido Comunista decidió virar el rumbo. El secretario Pável Póstyshev escribió en “Pravda” una carta en la que declaraba que la fiesta del abeto no era burguesa ni religiosa, sino una oportunidad socialista para alegrar a los niños proletarios. Se organizó una gran celebración en la Plaza Roja, donde se erigió un abeto gigantesco con adornos revolucionarios: bolas con retratos de Lenin, estrellas rojas y pequeños aviones de combate.
Así, el abeto fue adoptado como símbolo soviético, pero con una condición: ya no sería para Navidad, sino para Año Nuevo. La estrella de Belén fue reemplazada por la estrella comunista, y las fiestas se llenaron de conejos y zorros, aunque nadie entendía qué tenían que ver con el espíritu de Marx. La persecución religiosa, sin embargo, continuó implacable. Mientras el régimen reciclaba el abeto como símbolo de la infancia soviética, miles de cristianos eran ejecutados o deportados a gulags. Pero como un acto de desafío sutil, el espíritu de la Navidad persistió en las casas y los templos. Incluso en la clandestinidad, los abetos seguían brillando.
Hoy, la Rusia moderna celebra la Navidad ortodoxa el 7 de enero, con una mezcla de tradición y memoria. Pero en cada árbol de Año Nuevo, decorado con bolas y estrellas, aún resuena la historia de un régimen que intentó borrar la fe, sin entender nunca que las raíces del abeto son más profundas que las consignas.
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