Los discursos realizados en esta investidura seguramente han confundido a muchos españoles: todos resultaban convincentes hasta que el replicante de turno destruía tal impresión. Quizás operaba la sensación de que las palabras presentes no se correspondían con las gestiones pasadas. Otra cosa que sorprende es que se plantee un referéndum separatista y las cosas no se muevan un ápice. Políticos y medios de comunicación oficiales y no oficiales siguen como si la cosa no fuera tan grave. ¿Qué no sabemos?
De las intervenciones de sus señorías sorprenden varias cosas. La primera, que se arrojen a la cara, mutuamente, los mismos datos negativos (vivienda, paro, salarios, precariedad laboral, pensiones, etc.) como si se tratara de un mal correspondiente a una única legislatura. Creemos que mejor sería analizar conjuntamente las causas. Las cifras suben y bajan, pero no salen de lo endémico.
Sinceramente, el Congreso no produce la sensación de ser un organismo analítico (de talante reflexivo), concentrado en la búsqueda de soluciones. A veces se percibe un ambiente de frivolidad ajeno a las angustias de la calle.
La segunda cosa que sorprende es el grado de animadversión de algunos intervinientes separatistas. No sabemos si exageramos al afirmar que exudaban inquina contra todo lo español, uniformándonos en un sólo color. Si es escenificación han de cuidar de que no se les vayan las cosas de la mano. También resulta sorprendente que los datos electorales no sean un elemento esencial. Los separatistas hablaban como si el cien por cien de los catalanes les respaldaran. Los dos partidos principales (JxC y ERC) han pasado de 1.505. 084 votantes a 855.517, es decir, 649 mil votos menos sobre una población de 5 624. 067 de electores. Es decir, que electoralmente no llegan al 16 por ciento de los catalanes (no de todos los españoles).
No obstante, hay que alabarles tres cosas: primera, que no se desalientan cualesquiera que sean las circunstancias; segunda, que obtienen resultados políticos aún en situaciones de desventaja (por ejemplo, se decía en un reciente artículo muy serio y datado, que el catalán era el idioma hablado en clase, mientras que el español lo era en el recreo); tercera, que mantienen una estrategia unitaria bastante bien coordinada, cosa que no ocurre. con las fuerzas antiseparatistas. Tener una estrategia es tener una misión, y la misión une. ¿La tiene España? Dice Sun-Tzu: “Las tácticas sin estrategia son el ruido antes de la derrota". ¿Es el caso de los antisepratistas? Prosigue el guerrero filósofo: "Las oportunidades se multiplican a medida que se aprovechan". ¿Es el caso de los separatistas?
La cuestión es que durante décadas los separatistas y antiseparatistas han colaborado para potenciar el separatismo. Los rifirrafes de los antiseparatistas no sirven para mejorar, sino para hacer más confusa y débil la política nacional y la propia soberanía, que a nadie preocupa. Sacamos a colación este asunto porque no se pueden alentar separatismos ajenos sin que se fortalezcan los de dentro. Ya decía Pujol que por qué Lituania sí y Cataluña no. La coherencia es la base del buen gobernar. Esto falta mucho en España entera. No se puede ir con quien sea a donde sea.
Se habla de un tercer partido refundido de partidos fracasados y con nuevo etiquetaje. Quizás más confusión entre los antiseparatistas: los votos se dispersarán y la complejidad de las negociaciones se multiplicarán. ¿Socialdemocracia química? Otro intento fallido.
Y sin embargo esa nos parece la vía, pero no así. En nuestra Constitución hay una frase que poco a poco se va desdibujando. El artículo 1 dice: “España se constituye en un Estado social y democrático”. ¿Buscaron los constituyentes, pertenecientes a distintas tendencias políticas, la resonancia de tales palabras, sobre todo en aquel tiempo? No estamos hablando de la socialdemocracia posterior que ha dilapidado sus éxitos. Los Scholdt y las Andersson no sirven como ejemplo. Tampoco González, quien inició conscientemente una deriva que ha terminado en lo que hoy se define como social liberalismo. Menos las diatribas Sánchez – González, que son otra cosa. Hablamos de la resonancia de aquella socialdemocracia escandinava de los setenta, con la que muchos simpatizaban (parece que incluso Adolfo Suarez) y casi todos respetaban; y que más que izquierda ideológica era un equilibrio entre la conservación (forzada, seguramente) de lo establecido (fundamentalmente el capitalismo) y un progresismo que después se ha definido como bienestar social. Ello adobado con una visión geopolítica que Europa ha perdido: la de la soberanía y la neutralidad.
Pero, como decíamos, no como un partido más, sino como pacto de entendimiento entre los antiseparatistas. Sería simplemente remitirse a una Constitución entonces joven destinada a salvar una situación difícil. Claro que para ello haría falta mostrar una gran altura de miras, que es lo que falta en España para renovarla.
A las derechas actuales habría que decirles que debilitar el Estado por la vía privatista es fortalecer indirectamente los separatismos. Por dos causas relacionadas entre sí: porque nada hay más propicio para la disolución de una nación que asentarla en un estado débil; y la propia dinámica de las cosas, es decir, desencanto hacia una nación que no provee lo indispensable (tres millones de españoles fuera del país). Sonará elemental, pero es evidente. Querer unir a España bajo unos niveles de vida paupérrimos es absurdo (cuidado, Grecia no está tan lejos y Alemania ha perdido un tercio de su industria. Más lo que viene). Tan absurdo como querer subir las prestaciones sociales disminuyendo los impuestos (salvo si se tienen neocolonias, conejo oculto en la chistera de muchos éxitos económicos).
¿Y por qué esa vía? Un sector importante del electorado español tiene miedo a las medidas sociales de la derecha. Por mucho que Feijoo exprese sus buenas intenciones ahí quedan los recuerdos del pasado, oponiéndose a muchas medidas sociales necesarias y nada extraordinarias. Aún con las reformas habidas (tímidas, no son ni sombra de la verdadera socialdemocracia). No hay que olvidar lo que costó aprobar un salario mínimo tan ridículo que hasta sorprende que haya quien piense que es un éxito. En su momento, al actual presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, le parecía "una barbaridad" subirlo a mil euros mensuales; que eso hundiría a la economía. En los noventa decir mileurista era un término peyorativo. Ford subió los salarios de sus trabajadores para venderles su nuevo coche. Sin embargo, no escandalizan unos alquileres que devoran unos salarios raquíticos, y encima se reducen (sí, se reducen por venta a fondos buitre) las viviendas sociales. La choza y el pan son esenciales, y pocos se vincularán a una nación que no los garantice suficientemente.
Para la izquierda federalista (¿podrían detener la cosa ahí?) y algo identitaria (¿cómo definirla si son quince formaciones?) y que tiene razón en muchas cosas, no debería ser un retroceso, sino, aparte de afianzar al estado, enfrentar una situación en la cual el separatismo se ha convertido en una baza para frenar los avances sociales. No se puede desarrollar una nación sin frenar antes su desguace. No comprenderlo es aumentar el número de ciudadanos que temen a unas izquierdas (diezmadas) dubitativas respecto a la unidad de la nación. Pero no nos extrañaría que en la confusión teórica que hay creyeran que esas nuevas naciones, --¿dirigidas por JxC y ERC?--, serían distintas y mejores que la actual España.
Sin embargo, un programa mínimo, para un estado social y democrático al estilo de la vieja socialdemocracia escandinava (que mantuvo una política exterior neutralista, al contrario que la tercera vía de Blair) como pacto nacional, no debería ser problema para nadie con luces. Es decir, un programa mínimo multipartidista para neutralizara la deriva de amplias capas de la población que por miedo al separatismo miran hacia su extrema derecha. Sería recuperar lo perdido (o no obtenido, quién sabe) en la Transición.
Se dirá que no hay dinero para ese estado ampliamente social (ni para hospitales, como dice alguien de cuyo nombre no queremos ni acordarnos) cuando sabemos que se va por los desagües del fraude fiscal, del trabajo en negro, de la deslocalización empresarial, de horas extra no pagadas cuyo dinero afluiría a la pequeña empresa, de la huida a los paraísos fiscales con nombres blanqueados o sin blanquear; cuando sabemos de la desigualdad fiscal donde pagan más lo que menos ganan (recuérdese al multimillonario Buffet que se avergonzaba de pagar menos impuestos que sus empleados).
Neutralizado el temor a la involución social, al aumento de las desigualdades, al separatismo, se haría innecesario contemporizar con este último. Creemos que la política de pasividad que se lleva en este asunto no está dando los resultados esperados. Pasividad: por ejemplo, no se sacan consecuencias de los problemas que atraviesan las naciones que se independizaron en Europa. Sería una buena lección.
Mientras esa cuestión no se solvente se estará pendiente de un chantaje u otro. Catorce diputados dominando a 291 como mínimo. ¿Qué lógica democrática es esta?
Pero al respecto hay otro problema, quizás mayor. ¿Cómo se conforman las decisiones en España? ¿Qué mecanismo de mistificación democrática logra que cerca de 900 mil votos separatistas se impongan a cerca de 19 millones de votantes que no quieren la separación?
¿Y cuál es el mecanismo por el que se llega a esto? Pues parece que por la vía del miedo a una involución social, tal como hemos dicho. A un pensionista que con toda justicia le han subido su pensión un 8,5 por ciento no se le debe pedir que se complique la vida. Milagros de la representatividad que hay que corregir.
Quizás habría que colegir que el separatismo es un mal síntoma de nuestra democracia, ya de por sí recortada. Los nacionalismos hunden sus raíces en un romanticismo irracionalista (y que en nada se opone al negocio). Tan irracionalista que están proponiendo un país cuyo modelo no han diseñado todavía (nadie sabe cómo sería esa Cataluña lliure). Ese romanticismo “identitario”, con sesgos etnicistas, que resalta las diferencias pero oculta las semejanzas, se presenta como defensor de una justicia que falta en el resto de España. Justicia que no permitiría secesiones en su hipotética nación (emplacémosles a que se definan); que defiende una cultura que es idéntica a la nuestra, y que sufre, como el resto de Europa, la abducción de la posmodernidad. Que en vez de hablar en español, igual les daría por hacer del inglés su segunda lengua. Atlantistas a pesar de estar en el Mediterráneo y sustentados en un racismo o etnicismo que no existe. Lo dice la ciencia.
Los españoles deberían ponerse a reflexionar seriamente y por una vez buscar soluciones conjuntas. Si no resolvemos el problema de España, a la larga estaremos negando a España. Creemos que se necesita un pacto de unidad y de bienestar mínimo, que, repetimos, reproduzca en la realidad el artículo 1 de la Constitución, por encima de las pequeñas siglas.
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