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El recuerdo se vuelca como una mezcolanza de diversidad humana cubierta de una lírica tan profunda como la marginación de la entonces tierra de nadie. Las burbujas eran tan profusas como la necesidad de sobrevivir de todos y cada uno de nosotros.
Acabo de terminar de ver la nueva película de Peter Pan y Wendy, no sabría qué decir, bueno, sí que sabría qué decir, pero no os iba a gustar mi opinión. Cuando la película estaba empezando, mi hijo hizo un comentario con el que extrañamente estaba de acuerdo; dijo que no deberían transformar los dibujos en personajes reales, ya que hace que pierdan toda la magia.
La palabra “Montejaque” tiene unas extraordinarias connotaciones para bastantes miembros del “segmento de plata”. Muchos de nosotros pasamos un par de años de “veraneo” en aquel temible campamento en el que aprendimos a ser soldaditos, a montar a caballo, desfilar, hacer guardias e imaginarias, ducharnos en una presa o subir “la cuesta del bicarbonato”.
La Pascua ya no es lo que era, hace tiempo que aquellas fiestas pascueras de mi adolescencia están escondidas, pero no olvidadas, en el cajón de la historia reposando junto a viejos trastos. El advenimiento del «600», automóvil que democratizó la movilidad sobre cuatro ruedas en aquella España en blanco y negro, y la multiplicación de las llamadas «segundas residencias» mataron aquellas celebraciones de mi infancia y adolescencia.
Unas fechas que los cristianos debemos aprovechar para hacer un repaso de nuestro compromiso como creyentes. En las mismas, conmemoramos la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. Cada uno a su manera.
Los niños de los cincuenta esperábamos con ilusión el Domingo de Ramos. Siempre estrenábamos algo. Vivíamos una posguerra plena de carencias de todo tipo. Vestíamos con dignidad y comíamos lo suficiente. Pero desconocíamos la inmensidad de privilegios con que cuentan las generaciones actuales.
Tengo por costumbre leer las cartas publicadas en la sección “Cartas al director”, de vez en cuando es posible aprender algo nuevo entre las que llegan a los diarios: algunas veces es una queja ciudadana y quien la denuncia en la prensa cree que si las autoridades ven su queja negro sobre blanco en las páginas de un periódico tal vez les hagan más caso.
Casi sin darnos cuenta, aquellos tiernos infantes de finales de los cuarenta nos hemos convertido –incluso físicamente- en una especie de abuelos cebolletas del siglo XXI. Sobre todo por nuestra tendencia a rememorar hechos y situaciones que vivimos –ay- hace demasiados años.
Será por la falta de costumbre. Será porque vivimos en la Costa del Sol y nos sentimos un tanto turistas. Será por la tristeza que traen consigo las nubes. Será por lo que sea. Llevamos una semana nublados y estamos hartos de oscuridad. He dicho que estamos nublados. Lo reafirmo. Los malos recuerdos acuden a nuestras mentes.
Se me inunda el alma de vivencias, al recordar los años juveniles, que pasan raudos, como los desfiles, evocando gozosas experiencias.
El Parque de María Luisa y su entorno es un juego entre jardín coqueto y arquitectura, el revuelo de una verónica de ojos verdes que esbelta lenta va envolviendo todo el espacio, como quien abre un abanico. El Parque en sí es eso, un abanico abierto que abaniquea la Giralda que siempre lo está contemplando mientras bebe su aire.
Hay ciertas fechas y festividades en las cuales se percibe que algo ha cambiado, un pequeño momento en el que existe lo viejo y lo nuevo; en donde el pasado y el futuro se observan de frente; un instante en el que se dejan ciertas cosas, ciertos recuerdos atrás. Al detenernos a pensar en el mistérico resplandor del tiempo, es fácil suponer que en realidad las cosas no son así.
Uno de los problemas del falso mundo en el que vivimos es que algunos ponen a demasiada gente en un pedestal más alto que el suyo, otros se ponen ellos en ese pedestal y se creen intocables, y otros hacen creer que ponen en un pedestal a alguien, pero se han dado cuenta de que estando abajo se ve el mundo mejor y en el pedestal la estupidez se ve también mejor.
Aún recuerdo aquél día en que escuche mi nombre por primera vez mientras se pasaba lista. Era con motivo del examen de ingreso en la Escuela de Comercio Malacitana. Me sentí mayor. Ya tenía diez años. No sabía cómo contestar. Respondí lo mismo que hicieron mis interlocutores: “servidor”.
Como comprenderán no me refiero a estar inmersos en una guerra tipo militar. Me refiero a nuestra presencia en primera fila de lo que se denomina “ley de vida”: la aparición inexorable de la enfermedad y la muerte en nuestro ámbito más cercano.
¡Qué fácil resulta para mí, en algunas ocasiones, navegar por los recuerdos! Sobre todo, por aquellos que conforman presencias rescatadas de lo más hondo de los archivos del alma.
Anoche estaba leyendo a Percy Shelley y hubo uno de los versos que me hizo meditar y admirar cuánto se podía decir con tan pocas palabras, por eso yo jamás me sentiré digna de llamarme poetisa, porque siempre me comparo con esos grandes autores del romanticismo inglés y los veo demasiado inalcanzables.
Era un 10 de junio de hace muchos años; mi padre se fue en silencio, en casa, sin llamar la atención.
Como mi padre, muchos otros padres, se fueron, unos sin miedo, otros, apretando los puños.
Respetando las diferencias, todos eran “padres” y todos quisieron esculpir a sus hijos con manos llenas de fortaleza e ilusión.
Los españoles lo celebrábamos tradicionalmente el 8 de diciembre, el día de la Inmaculada, pero, a un presidente americano se le ocurrió trasladarla al mes de mayo. Nosotros, como siempre, a seguir lo que nos manden. Finalmente en España decidimos que se festejara el primer domingo de mayo, como culto a la maternidad, a fin de distinguirlo de la festividad religiosa de la Inmaculada Concepción. Y en esas estamos.
Subí al Empotro con miedo y más vergüenza. En mis manos llevaba un haz de folios con poemas desordenados de parte de mi trayectoria y juvenil obra poética. Al llegar al micrófono las palabras me salían a borbotones, otras veces calmadas, otras sinceras, emocionadas o con memoria fresca.
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