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Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto que me resulta bastante amargo pensarlo, y ni les cuento escribirlo, a saber, la naturalización de la discriminación hacia las personas con discapacidad mediante el concepto de la banalidad del mal. La expresión misma “banalidad del mal”, acuñada por Hannah Arendt, describe la inquietante normalidad con la que los individuos pueden perpetuar actos de maldad al abdicar de su capacidad de juicio crítico.
Se dice por ahí, que hay tantas verdades como mentiras, pero, de entre las primeras, solo una se impone como verdadera, se trata de la verdad oficial. En cuanto a las mentiras, son simples mentiras creadas para que sus productores tengan una ocupación y su despliegue mediático sirva de entretenimiento al respetable. No pasa nada si estas últimas son inofensivas, es decir, si siguen el juego al sistema y se mueven en el terreno del espectáculo.
Siempre es un placer revisar los ensayos de León Chestov, especialmente cuando nos trae una lúcida lectura de Dostoievski. Diferente a aquella que hiciera Vladimir Nabokov, quien lo tachara de mediocre. Entiendo que al cultor de “Lolita” no le gustara la lucidez más allá de la exacerbación de los sentidos, tiene derecho a no gustarle, lo que no puede -me parece- es emitir un juicio de valor universal.
"¿Qué me deprime? Ver a la gente estúpida feliz" (Slavoj Žižek). Bien sabemos que Žižek es un filósofo contemporáneo y psicoanalista lacaniano que se caracteriza por sus comentarios provocativos, que intentan invitarnos a pensar sobre aspectos profundos de la condición humana. Aunque la frase precedentemente presentada se suele atribuir a su autoría, la verdad es que no tenemos la certeza de que aparezca publicada en sus obras.
Tenemos meridianamente clara la profundidad de la caverna, la describió Platón con todo su simbolismo. A lo largo de los siglos hemos experimentado su realidad. Las entendederas de los más inteligentes no han logrado hallar la salida de la cueva pese a sus abundantes alardes y proclamas. Hablar es sencillo, decir algo con fundamento ya requiere mayor consistencia.
La presente es la primera entrega de la saga “El sentido de la Navidad”, en la cual reflexionaremos sobre el simbolismo del nacimiento y la renovación, más allá de su dimensión festiva o religiosa, puesto que se trata de una celebración que invita a la reflexión de la existencia humana en general.
En primer lugar, habremos de considerar si existen o únicamente pensamos en ellas. Después comprobaremos si están abiertas o cerradas, si hablamos de un edificio, si las contemplamos en sentido figurado al contemplar la realidad, si apenas tratamos de fantasías sin mayores fundamentos.
Aprendamos a cultivar la belleza, a no cansarnos de embellecer por dentro y por fuera, hasta convertir la degradación en una oportunidad más y el desorden en armonía. Lo malo de esta atmósfera putrefacta, además endiosada, es su difícil curación en un mundo cada día más perverso e inhumano.
Hoy quiero invitarlos a reflexionar una vez más sobre nuestro tiempo, también conocido como “postmodernidad”, un período caracterizado por la fragmentación de las narrativas, la desconfianza en los metarrelatos y la proliferación de los simulacros, logrando así reconfigurar radicalmente nuestra relación con la estética.
La verdad está ahí, jamás perece, como fruto del amor también sufre nuestro poco aprecio o la ración de indiferencia. Dejemos, pues, que se perpetúe el afectivo/efectivo amar. Es cierto que andamos perdidos en medio de una época de falsedades, produciendo tiempos turbulentos, sin apenas ilusiones para remodelar el futuro.
Hoy queremos invitarlos a reflexionar sobre un asunto que ya pasó de moda hace rato, a saber, la verdad. No siempre existió este modelo actual de relativizar absolutamente todo al punto de que cualquier afirmación es digna de ser considerada verdadera o certera porque, en el afán de un falso pluralismo intelectual, se quiere aceptar cualquier postulado, venga de quien venga.
Censura. No la juzgo como una práctica muy denostada en estos días. Por el contrario, se me antoja que tiene más adeptos de los que, a priori, pudiéramos presumir. Como muestra de ello, hay un sector de usuarios que están abandonando cierta red social para migrar a otra más homogénea, y no con el fin de huir de la censura, sino por la ausencia o supresión de la misma en la primera de ellas.
Vivimos agazapados sobre los detalles mínimos a nuestro alcance y llegamos a convencernos de que esa es la auténtica realidad. Convencidos o resignados, estamos instalados en esta polémica de manera permanente; no aparece el tono resolutivo por ninguna parte. Aunque miremos las mismas cosas, cada quien ve cosas con matices diferentes y la disyuntiva permanece abierta.
Hoy vamos a reflexionar sobre un problema político clásico, que ha demostrado no solo estar más vigente que nunca, sino también haberse radicalizado en el caldo decadente de nuestras democracias occidentales. En la historia de nuestras democracias, se ha observado un patrón recurrente: una retórica puritana que clama por la moralidad y la probidad de sus gobernantes, acompañada de una realidad política marcada por el cinismo, la hipocresía y la corrupción.
La crónica vivencial, por sí misma, es un continuo envolverse de posibilidades para sobrevivir. Así, cada nuevo despertar tenemos la coyuntura de amar, no en vano somos hijos del amor; también de trabajar, es un derecho y una obligación de todos los ciudadanos; además de contemplar cómo nos movemos y de mirar a las estrellas para poder soñar, con el abrazo armónico hacia ese orden místico del que formamos parte.
Según Aristóteles, Martin Heidegger, Hans- Georg Gadamer y otros pensadores, somos seres hermenéuticos, sociales, lingüísticos. Para Santo Tomás de Aquino, no somos por nosotros mismos pero sí, por el otro, los otros. Sin embargo, no puede negarse que nos estamos olvidando bastante de ello. Se han impuesto, salvo contadas excepciones de Occidente, paradigmas de exagerada competitividad e individualismo, ajenos a la especie.
Las ruinas están ahí, por todos los rincones del planeta. Hemos de repararlas en unión y en comunión de pulsos, no hay otro modo de hacerlo. Para ello, tenemos que enmendar caminos recorridos, reconstruirnos activando otra mentalidad menos dominante y más servicial, que al menos sepa escuchar a los oprimidos para entrar en sintonía, y no viva egoístamente en su espacio, donde no impera ni el bien hogareño ni la mirada que nos armoniza.
No sólo ocupamos un cierto espacio, realizamos un sinfín de actividades en sus demarcaciones y recibimos conexiones desde numerosos focos. Son incontables las maneras de percibir esa entente entre una persona y los espacios, las distancias y los efectos se multiplican.
La cultura general en España se ha ido diluyendo durante estas últimas décadas. Las prolíferas encuestas realizadas sobre el terreno, diariamente pisado por miles y miles de estudiantes, nos va agrietando la cara ante las llamativas respuestas ignorantes, ante las risas tontas del que piensa que no saber tiene gracia, ante quien se calla con cara de vivir en otro mundo.
Hoy queremos invitarlos a reflexionar en torno a una emoción (o sentimiento) exagerada e hipócritamente ponderado en nuestros tiempos, a saber, la empatía. Como bien sabemos, la empatía es la capacidad de comprender y compartir los sentimientos de los demás, o como decían nuestros abuelos “ponerse en los zapatos del otro”.
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