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En un artículo que escribí hace una docena de años, me quejaba de la poca colaboración de las grandes cadenas de alimentación con los bancos de alimentos. En estos tiempos, gracias a Dios, esta circunstancia ha cambiado, para bien, extraordinariamente y la solidaridad de las grandes superficies es patente.
Llevo siguiendo esta historia desde hace muchos años. Conocí a su protagonista en una gran ciudad del sur de Francia en la que llevaba muchos años buscándose la vida. Como tantos otros malagueños de la posguerra, el protagonista de nuestra historia, tuvo que emigrar a Francia en aquellos años sesenta en los que el paro y la miseria proliferaban en Málaga y en el resto de España.
A lo largo de nuestra vida sufrimos hechos y situaciones que nos marcan para siempre. Especialmente aquellas que te suceden cuando aun no has alcanzado la plena madurez. A medida que van transcurriendo los años, el ser humano se va endureciendo y se superan con más entereza los acontecimientos negativos de la vida.
Se trata de un largometraje de Icíar Bollain estrenado en el año 2021 y que obtuvo tres premios Goya en la edición de esa temporada. No voy a entrar en la calidad de la interpretación -que la tiene-, especialmente la de la protagonista Blanca Portillo y la de Urko Olazábal, -aunque el papel de Luis Tosar me ha parecido menos redondo-, sino en el mensaje que contiene.
Los que hemos vivido en la antigua Malaca de los fenicios y de los romanos, estamos acostumbrados desde siempre a la presencia de turistas y foráneos por nuestras calles más céntricas. En nuestra infancia este periplo turístico se sustentaba en la calle Larios y alrededores y, como mucho, llegaba a “Antonio Martín”.
A lo largo de la historia, los jueces encargados de dirigir los partidos de futbol, han sido objeto de las iras de los hinchas enfebrecidos, que consideran que su equipo ha sido siempre desfavorecido con sus decisiones. Son insultados, reciben objetos arrojadizos y miles de veces han tenido que poner pies en polvorosa, para refugiarse en la caseta o huir de un pueblo escoltados por la guardia civil.
Hasta hace unos cuarenta años proliferaban los copos a lo largo de toda la costa malagueña. Desde la alborada, marengos de todas las edades se aprestaban a botar la barca, echar las redes y tirar de la tralla. Cada uno tenía su misión. Los más viejos oteaban el horizonte y las condiciones de la mar y determinaban a que distancia se debía calar el copo.
No hay político, que se precie de serlo, que no meta, en la primera ocasión que pueda, esta frasecita que, junto a “sin duda de ninguna clase”, esgrimen a cada momento para resaltar la convicción plena en sus razonamientos o en sus decisiones. Estas “verdades inquebrantables” duran lo mismo, en sus palabras y hechos, que las pompas de jabón que hacen mis nietos con un canuto de plástico.
Es lo que queda de aquel trazado de vía estrecha, que permitía la circulación del tren de cercanías entre Málaga y las Ventas de Zafarraya. Se trata de un carril polvoriento de unos cuatro o cinco metros de ancho, que circula paralelo a las playas de la Torre de Benagalbón a partir del “puente romano”, llegando hasta la altura de la unión con la carretera nacional 340 a la altura de Chilches.
Una fiesta muy especial que no sabría calificar. Una mezcla de ritos ancestrales, una especie de liturgia, una demostración de valor o de inconsciencia o, simplemente, la culminación de una fiesta constante llena de alcohol, de comida y… de algunas otras cosas.
Dice la Wikipedia que un médico es: un profesional que practica la medicina y que intenta mantener y recuperar la salud mediante el estudio, el diagnóstico y el tratamiento de la enfermedad o lesión del paciente. Yo añadiría que un médico es algo más. A las pruebas me remito. Durante la fuerte pandemia que hemos padecido durante los pasados años (y lo que nos queda), han sido el sostén de nuestra sociedad.
Han transcurrido muchos años desde aquellos primeros días del verano de 1936 en los que mi madre recibió el título de maestra en aquella vieja escuela Normal de la Plaza de la Constitución. Los avatares de la vida la apartaron del magisterio hasta que muchos años después se reintegró a la docencia hasta que se jubiló.
Su imagen es más parecida a un hooligan del Arsenal o del Chelsea, que a la que se espera de su pasado como miembro de las fuerzas del orden británicas. A Clay le sienta muy bien España. Desde que se jubiló hace media docena de años ha duplicado su peso y su amor por España, el tinto, las ventas, restaurantes y bares que rodean nuestro “rincón” axárquico.
Puede ser que los árabes le pusieran este nombre a consecuencia del color rojo de sus tierras preñadas de óxido de hierro. Parece que intuían la presencia de los sucesivos incendios que sufría y sigue sufriendo. Es una parte de la serranía de Ronda batida por todos los vientos de la cercana costa, de poniente y de levante, incrementados por el terral que también se adueña de la zona.
Si alguna entidad, con capacidad para ello, realizara un estudio en profundidad sobre el pueblo español, se toparía con las características propias de una civilización mediterránea nacida de una mescolanza de culturas e influenciada por las peculiaridades recibidas de los distintos pueblos invasores que han calado profundamente en el lenguaje y la forma de ser de los españoles.
No es que se trate de un “cura trabucaire”, ni mucho menos. Lo que sucede es que Cacho nunca ha sido un sacerdote al uso. Le conozco desde hace más de cuarenta años y he trabajado estrechamente con él en diversas ocasiones. Le conocí en el Teléfono de la Esperanza y he seguido su trayectoria como párroco en el Ejido, como misionero en Méjico y finalmente, en su destino actual como responsable de una parroquia situada en los arrabales de Caracas, en Venezuela.
Mi admirado José Luís Garci dirigió en el año 1982 una extraordinaria película bajo ese título que recibió el Oscar al mejor film extranjero en aquella edición. Trata de la vuelta a las raíces de un premio Nobel español allá por los años ochenta del pasado siglo. Esta frase ha venido a mi mente con motivo de dos circunstancias que se han producido en mi entorno en estos días.
La naturaleza es sabia. Cuando llega este tiempo, la humanidad parece que se despereza después del letargo invernal y resurge con mucho brío. Es como si cada año el mundo se quitara de esa especie de pandemia cuyos síntomas son la oscuridad, el frío, la nieve y la lluvia. Los campos verdean y la gente se echa a las calles como si no hubiera un mañana.
A lo largo del resto del año durante cada temporada se van sucediendo los distintos avatares con una incidencia parecida. Hace frío en invierno, calor en verano, tiempo “raro” en otoño, nos llueve en Semana Santa, etc. Pero cuando llega el mes de mayo la cosa cambia. La gente tira las prendas de invierno, salen a la luz las camisetas y los bañadores, el cielo brilla con un azul intenso y lleno de una luz especial y todos miramos de nuevo hacia el mar y las playas.
Los españoles lo celebrábamos tradicionalmente el 8 de diciembre, el día de la Inmaculada, pero, a un presidente americano se le ocurrió trasladarla al mes de mayo. Nosotros, como siempre, a seguir lo que nos manden. Finalmente en España decidimos que se festejara el primer domingo de mayo, como culto a la maternidad, a fin de distinguirlo de la festividad religiosa de la Inmaculada Concepción. Y en esas estamos.
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